Llegados al ecuador de su 30ª edición, el Festival de Sundance
entabla debate esquizofrénico entre el YO y el NADIE. Los representantes
de las dos facciones, se lucen. Por VÍCTOR ESQUIROL
“Pues ya lo ves... ¡Así está Kurt Russell!”;
“Ya te digo... el tío está cascadísimo.”; “¿Sabías que su padre tenía
un equipo de baseball y que le hizo jugar en él?”; “¿En serio?”; “Te lo
juro.”; “Bueno, ¿y a quién más has visto hoy?”; “A nadie más, tío. Esto
está muertísimo.”; “¿Sí? Pues mira, precisamente por ahí va uno del
séquito de la Lohan.”; “Espera, ¿Lindsay Lohan?”; “Sí.”; “¿¡Lindsay Lohan está en Sundance!?”; “Claro, pensaba que ya lo sabí...”
Ni te da tiempo a terminar la frase.
Ya no se respeta nada. El chupóptero que trabaja para
TMZ ha
cogido su cámara telescópica y te acaba de dejar con la palabra en la
boca, colgado, solo. Muriéndote de frío en el párking dónde se supone
que alguien (¡quien sea!) va a venir a recogerte. Y todo esto, ¿por qué?
Por
la llamada del ego, una de las pocas cosas en las que las
celebrities van
sobradas. Por culpa del maldito ego no hay manera de poner el freno de
lengua y una rueda de prensa se te puede ir de las manos (por cierto, el
primer volumen de
Nymphomaniac
ha acabado siendo la sesión sorpresa este año en Sundance). El ego es
el diminuto demonio que se posa en tu hombro y te reta a hacer las
peores estupideces... sólo para ver cómo haces el ridículo ante todos
los
paparazzi que, por supuesto, estaban esperando tu gran momento.
Con ego (y mucho) se ha levantado hoy el sol en Park City. Los
tablones del escenario del Eccles (que es por donde se pasean, en sesión
matutina, los peces gordos) casi revientan. No por acumulación de
personas, sino porque las tres que se encontraban ante la audiencia se
acababan de marcar un
banquete antológico de ellos mismos. Con ustedes,
Michael Winterbottom,
Steve Coogan, y
Rob Brydon. Como ya sucediera hace cuatro años con
The Trip,
porque de hecho, de lo que se trata aquí es de repetir la experiencia.
¿Por qué? Primero, porque en la primera se lo pasaron teta. Segundo,
porque
no tienen que darle explicaciones a nadie.
De hecho,
The Trip to Italy tiene como punto de partida la excusa más rancia que se pueda imaginar.
Es la gracia. Los preparativos se ventilan en menos de un minuto, y el juego (que
tiene en el ombligo su centro de gravedad),
desde la primera escena, vuelve a estar en marcha. La pregunta, como en
la anterior ocasión, es la de saber si hay alguien más invitado aparte
de las tres estrellas. La respuesta está en cada espectador, porque la
película poco o nada hace en materia de concesiones. Es la gracia,
también.
Todo igual, pues, bajo el sol del Piemonte, y de Roma, y de la Costa Amalfitana. Coogan y Brydon,
en descarado “as themselves” (y en estado de gracia)
se pegan de nuevo la vida padre en esta conjunción casi perfecta entre
buddy y road movie. Sentada(s) la(s) base(s) toca empezar a levantar el
edificio, que se sustenta, cómo no, en dos pilares. ¿Es una guía
turística de altísimo standing (por mucho que a los protagonistas les dé
por repetir que lo suyo es la vida “sencilla”)? ¿Es una gira
humorística en la que priman las imitaciones de primer nivel (cómo no,
Michael Cane y
Sean Connery vuelven a pasar por el aro)? También.
Y así, Michael Winterbottom, que también interviene, da una
lección magistral sobre cómo alargar una broma. 115 minutos (220 si contamos desde
The Trip),
y sigue habiendo motivos para reír. También para salivar de lo lindo
con cada plato que se zampan estos dos vividores... y también para
maravillarse, por enésima vez, con algunas de las vistas más fantásticas
que pueden encontrarse en Italia. El prolífico director británico se
decide a
rodar de manera deliciosa, a que fluya la química entre sus personajes y sí, a dialogar también, con toda la
cara dura
del mundo, con el público (es la gracia, como era de esperar de uno de
los genios de la posmodernidad), tanto, que el fallo en la proyección
que durante más de diez minutos habría podido provocar más de un ataque
epiléptico en el patio de butacas, ha sido tomado, por la amplia
mayoría, como un gag más del repertorio.
Cosas del ego... y de la genialidad.
Por si la sala no se había quedado lo suficiente pequeña, el programa
doble de documentales ha seguido estrechando el espacio. Ni en el
Palais de Cannes -y ya es decir- se habría podido respirar. Y es que del
Reino Unido nos llega también
20.000 Days on Earth, que empieza con
Nick Cave, ni más menos, hablando de sí mismo:
“Puedo controlar la meteorología con mi humor... lo que pasa es que no puedo controlar mi humor.”
No apto para claustrofóbicos. Los veinte mil días de los que nos habla
el título hacen referencia, como puede deducirse con total facilidad, a
la edad de la estrella. La cuenta sigue en marcha. Un día más (resumido
en poco más de hora y media de metraje), que es el que vamos a pasar
junto a este artista todoterreno.
Los directores
Iain Forsyth y
Jane Pollard
hacen un excelente uso de la técnica cinematográfica (máxima
explotación, sin hacerse pesada, de factores tan fundamentales como la
fotografía, la banda sonora o los saltos narrativos) para
que nos olvidemos por completo de la barrera que separa la ficción de la realidad, así como de la encargada de distinguir la entrevista del psicoanálisis.
20.000 Days on Earth
tiene mucho más de lo segundo, consiguiéndose así una inmersión casi
total en la mente de este galán con apariencia de cavernícola; de este
artista (en mayúsculas) sumido, desde hace mucho tiempo, en un desbocado
proceso de creatividad desencadenada, con tal de conseguir lo que a una
tal Nina Simone se le daba tan bien: conseguir, en cada actuación,
transformar a la audiencia... y a ella misma. Pasado a una pantalla de
cine, esto sólo se puede traducir en
mostrar aquello que los ojos no pueden llegar a ver. Forsyth, Pollard y, desde luego, Cave lo consiguen, en lo que sin duda es una
experiencia artística (en mayúsculas, también) única.
De apariencia mucho más mundanal,
The Battered Bastards of Baseball
llega con la intención de contarnos, efectivamente, una historieta de
este deporte que tanta incomprensión / repelús ha encontrado siempre en
nuestro territorio. Década de los 70, el veterano actor
Bing Russell
(exacto, padre de Kurt... por lo visto la sanguijuela aquella no
mentía), muy de vuelta de Hollywood y de la “caja tonta” (donde encarnó
al sheriff de Bonanza y donde se convirtió también en uno de los
intérpretes con menor esperanza de vida en pantalla), decidió fundar en
Portland el único equipo independiente de la Federación Oeste del
susodicho deporte. Lo que empezó siendo un circo que funcionaba a las
mil maravillas como hazmerreír de la prensa y de las principales
franquicias, no tardó en convertirse en la gran revelación que pasaría
despertar las envidias más bajas entre sus rivales.
David contra Goliat, o para no movernos del caso, Bing Russell, su troupe (y el ego de todos) contra el establishment. Los debutantes
Chapman Way y
Maclain Way nos cuentan una historia de cine (literalmente, en el equipo no sólo estaba en clan Russell, sino también el mismísimo
Todd Field). Una
Gran Reserva que debería ser de consumo obligatorio tanto para los amantes del baseball como del deporte en general. Al igual que en
Moneyball
(aunque con intenciones diferentes), queda patente que, como el dios en
el que hemos convertido cada juego en el que intervenga una pelotita,
todo lo que éste nos da, éste mismo nos los quita... para, quizás, más
adelante, devolvérnoslo. Y así hasta el infinito. Con una conciencia
casi perfecta de la historia narrada, así como de lo
inspirador, entrañable y épico (genial banda sonora),
The Battered Bastards of Baseball, del mismo modo en que lo hizo el imprescindible documental
La extraordinaria historia del New York Cosmos, trasciende las apariencias para hablarnos de algo más profundo.
De una época, de una nación y de su gente... así como de aquello que se
mueve en nuestro interior cada vez que el -maldito- esférico llega allá
donde toda la grada espera.
Heil Five!
Antes de que mi ego y yo nos vayamos a dormir, y para distender un poco el ambiente, nada mejor que juntarse con
gamberros.
Con aquellos golfos especialistas en competir en aquello de ver quién
la hace más gorda. No por autosatisfacción, sino por el tan conocido
placer der ver arder el mundo.
Wetlands
es pura provocación, tanto que empieza con un cartel en el que se lee
que la novela en la que se basa dicha película, jamás debería adaptarse
al cine, y que lo que estamos a punto de ver no es más que un
asqueroso compendio de unos tiempos -los nuestros- vulgares.
Helen siente un profundo desprecio por la higiene personal, una
terrible curiosidad para saber qué verdura le va a dar un mayor orgasmo,
y un cariño sin mesura por sus hemorroides.
Es
como si Irvine Welsh y Chuck Palahniuk se hubieran violado mutuamente
y de tal espectáculo hubiera surgido una adorable criaturita que
reprodujera, muy puerilmente, las virtudes de sus progenitores. El
director
David Wnendt nos lleva por una trepidante
montaña rusa de la guarrería que poco tiene que envidiar a hitos de lo asqueroso como podría ser, por ejemplo, el legendario vídeo de “2 Girls 1 Cup”.
Manda la náusea, pero sobre todo las risas, gracias al encanto desbordante de la protagonista
Carla Juri, y al desternillante aprovechamiento de la
-asquerosa- espiral nihilista
provocada. Mientras el espiral gira con fuerza, la película se traduce
en la más pringosa / maloliente / desagradable y hasta estilosa de las
gozadas.
Última parada de esta jornada capicúa. Empezamos con una segunda parte y terminamos, también, con una secuela.
Dead Snow: Red vs. Dead
da respuesta al enigma que durante los últimos cinco años ha estado
acechando a la humanidad: ¿Qué puede ser mejor que una película con
zombies nazis? Respuesta:
Una película de zombies nazis luchando a muerte contra zombies comunistas. Genial. Retomando la acción justo dónde la había dejado la notable primera entrega,
Tommy Wirkola
se recompone de su horrible desembarco en suelo estadounidense
volviendo a su Noruega natal... sin olvidarse de mantener líneas
abiertas, eso sí, con su nuevo país de acogida.
De lo que se trata aquí es de explotar (hasta que la máquina, efectivamente, explote) la fórmula del
más y mejor. Es por esto que
Dead Snow: Red vs. Dead
puede reivindicarse como una de esas honrosísimas excepciones que
confirman la falsedad aquella de que “Segundas partes nunca fueron
buenas.”, porque
lleva al límite el subgénero de los muertos vivientes, así como todo los que estos implican. A
abrir en canal todos los tabús se ha dicho. Wirkola no se corta un pelo y filma con talento (atentos al homenaje a la pelea entre
Uma Thurman y
Daryl Hannah en
Kill Bill Vol. 2) la que es, desde ya, la
nueva cima a superar del splastick. Pocas (poquísimas) veces el gore se había presentado tan creativo, salvaje, vandálico y divertido.
Via:Cinemania