En la última jornada oficial de la Competición, la Berlinale empieza a encarar el cierre de su 64ª edición recordándonos, por si lo habíamos olvidado, que un año más, ha sido capaz de lo mejor y de lo peor. La línea ascendiente empieza con Christophe Gans, sigue con Yoji Yamada y culmina con John Michael McDonagh. Por VÍCTOR ESQUIROL
Es quizás por esto que lo nuevo de Christophe Gans (sí, volvemos a La bella y la bestia) no ha acabado de cuajar, y dejémoslo ahí, por aquello de no hacer leña del árbol caído. Primero porque, ironías del destino, esto es, les guste a unos o no, cine de autor en estado puro. Para bien o para mal, la mano del cineasta detrás de trabajos como El pacto de los lobos o Silent Hill (¿la única adaptación buena que el cine le ha ofrecido al videojuego?) se nota en cada plano, en cada encadenado y en cada resolución. Lo (sobre)cargado se descubre como irrenunciable firma, en lo que es una descontrolada fiesta rococó. Segundo, la apuesta del director es tan fuerte, y éste se empecina tanto en ella, que el producto acaba muriendo víctima de su propia naturaleza. Ahogado en el exceso. Es, eso sí, uno de esos desastrillos fílmicos con los que cuesta cabrearse del todo. Al fin y al cabo, siempre se percibe en él una valentía y un inconformismo que, por qué no admitirlo, nos dejan algún que otro momento de gran belleza visual / conceptual. Por desgracia, el ridículo acaba confirmándose en la mayoría de ocasiones... y eso que en el montaje final se ha tomado la seguramente muy sabia decisión de doblar el francés del personaje de Eduardo Noriega. Por lo demás, se confirma que Abdellatif Kechiche está dando saltos de alegría ante el nuevo proyecto de su “amiga” Léa Seydoux, y que la detestable Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton, de momento, ha hecho más daño que cualquier otra cosa.
¿Con qué película nos hemos despedido de la Competición? Oficialmente con The Little House (otra adaptación, en este caso del libro de Kyoko Nakajima), aunque lo cierto es que mañana, antes de la entrega de premios, todavía habrá tiempo para repescar la última: Macondo. Antes, tiempo de sobra (dos horas y cuarto) para pelearse con la última Sesión del Diablo de esta 64ª edición. Los culpables afirmarán lo contrario, como casi siempre, pero las bajas por sueño profundo se han vuelto a contabilizar por docenas. Culpa, como ya sabemos, de estos horarios digestivos, y en parte (sólo en parte) culpa también de Yoji Yamada, quien después de sorprender el año pasado con Una familia de Tokio, modélico remake de la imprescindible Cuentos de Tokio, de Ozu, ha vuelto a lo tradicional (a lo más-tradicional) con esta cinta que nos lleva al centro mismo (neurálgico y emocional) del melodrama. El cine de familia con el que cada director nipón (sea novato o veterano) parece sentirse tan cómodo, sirve sólo como excusa narrativa para llevarnos al Japón de mediados del siglo XX. Peligro. A raíz de la reciente muerte de una anciana, toda su familia se desplaza hasta su hogar para rapiñar (de forma no-agresiva) todos los objetos de valor que se encuentren ahí, y de paso para empaparse con los recuerdos de la difunta. Su inacabada autobiografía será precisamente el vehículo para hacer posible el mencionado viaje en el tiempo. En el pasado, la narradora (en off, por supuesto) era la criada de una adinerada familia. Su trabajo, como ya nos han enseñado otras muchas novelas del mismo género, implicaba no sólo el velar por la felicidad del matrimonio de sus “jefes”, sino también el enterarse, como quien no quería la cosa, de todas sus intimidades. Yamada conjuga bien el -convulso- retrato colectivo con el más íntimo, recreándose tanto en la forma que, colores aparte, nos parece estar realmente ante una película hecha en aquella época. Más allá de la nostalgia, se percibe también (y ahí está el peligro) el olor a naftalina, a cerrado y a aire viciado. A pesar de esto, el savoir faire artesanal del maestro basta -y sobra- para enamorarse, una vez más, de ese inconfundible costumbrismo japonés, y también para que esta clásica historia de pasiones e infidelidades (extra)conyugales sepa hasta aprovecharse de todo aquello con lo que podría atacársela, es decir, de un ritmo de caracol perezoso, de un factor cursilón, que de algún modo u otro siempre se filtra en este tipo de protestas... Se confirma, por cierto, que bien entrado el siglo XXI, pocas cosas hay tan incómodas como verse obligado a analizar la historia contemporánea de la Nación del Sol Naciente. Para hacernos a la idea, el que ahí se refieran al horror de Nankín como el “Incidente de China”, es algo tan bestia como si aquí nos diera por hablar de, por ejemplo “el malentendido de Guernica”. Poca broma, que no estamos tan lejos...
¿Qué es el Zoo Palast? Es la última y remodelada joya de la corona de la Berlinale. Un espacio de naturaleza operística en el que a uno le entra la sensación de estar viviendo, como mínimo, en el siglo XXIV. Unos cines que, por el contrario, cuando uno sale de ellos, tienen la desagradable manía de hacernos creer que hemos retrocedido, por lo menos, hasta el siglo XVII. Prohibidísimo, por cierto, entrar cualquier tipo de alimento o refresco en cualquiera de sus salas, que lo tenemos todo nuevecito y recién estrenado, y no queremos que se nos manche a las primeras de cambio.
¿Qué hemos visto ahí? En Panorama (y desde Sundance... combinación 100% fiable), el esperadísimo segundo largometraje como director de John Michael McDonagh, quien con Calvary, y después de la simpática El irlandés, huye de la consideración de One Hit Wonder. La confirmación (de que estamos ante un cineasta que puede marcar época) llega de la mano de una historia que decide aparcar (aunque no del todo) el tono cómico para llevarnos al infierno (interior y compartido) vivido por un cura al que, en una de sus rutinarias sesiones en el confesionario, le confiesan (claro) que le matarán en una semana. El cineasta londinense firma una película prodigiosa en todos los sentidos, en la que, por difícil que resulte de creer, el gran Brendan Gleeson (protagonista del calvario, a través del cual se filtra toda la acción) no es el único en comerse la pantalla. Es este un banquete con muchísimos comensales, a cada cual más inspirado (y con más hambre), y en el que cada plato servido nos hace salivar de manera casi indecente. Impecable tanto en la preparación como en la presentación del envoltorio y del el contenido, McDonagh saca toda la intensidad de los tonos verdes y anaranjados característicos de 'Isla Esemeralda' para narrar, siempre con un altísimo nivel de auto exigencia, un cuento único, precioso y terrible. Tan divertido como devastador. Porque lo que empiezan siendo las amables locuras de una pequeña localidad irlandesa, se convierten, sin previo aviso, en un desgarrador réquiem en siete movimientos, dedicado a aquello que tanto tiempo lleva resistiéndose a morir. De repente, el cacique del pueblecito se baja la cremallera de los pantalones y descarga toda la orina acumulada sobre el cuadro Los Embajadores, de Hans Holbein. La gamberrada, por supuesto, hace gracia, pero vista más de cerca, y una vez pasada la carcajada refleja, adquiere la categoría de salvajada... y el pobre servidor del Señor se ve envuelto en el acto final de la Fuenteovejuna (en versión gaélica) más cruel. “Todos a una”; toda la comunidad, como ya sucediera con aquellos Perros de paja, en contra de un individuo que pagará por ser inocente. El canto funerario va dirigido a lo venerable, a lo sagrado... a todo aquello que ya no se respeta. Y se confirma, una vez más, que Dios (si así lo prefieren) ha muerto, que sus sesos están esparcidos por la costa de Irlanda, que cada vez le quedan menos vidas extra con las que jugar... y que a cada día que pasa, le queda menos gente a la que pedirle ayuda.
Y nosotros, ¿a quién le hemos pedido ayuda? A todo ser humano (conocido o desconocido) que tuviera la mala suerte de sentarse a nuestro lado. A la izquierda o a la derecha, poco importaba, la sesión tampoco... y tampoco importaba demasiado la dignidad, que anda perdida y muerta de hambre por Berlín desde hace días. La petición ha sido siempre la misma: “Mire, no le voy a engañar, le confieso que llego al final de esta Berlinale al límite de mis fuerzas. Voy con el depósito de reserva, de modo que si durante la proyección ve que mi cabeza empieza tambalearse demasiado, hágame el favor y ahórreme el espectáculo. No se corte con el codazo, y por lo que más quiera, ¡no permita que ronque!” Éste era el drama de los niñatos del Elm Street, y no se lo deseo a nadie. Pero claro, “¿Quién vigila al vigilante?” ¿Qué pasa cuando en casi todas las sesiones, el que se suponía que iba a ser tu salvador, ha acabado más dormido de lo que a ti se te ha permitido en todo el festival? ASÍ de crueles están las cosas en estas últimas jornadas.
¿Quién ha mojado antes que nadie? Alain Resnais. Su última película, Aimer, boire et chanter, ha conquistado el premio FIPRESCI, otorgado por la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica... y claro, por razones como ésta, no hay manera de que a uno le devuelvan las llamas desde dicha organización. Algún día... esperemos.
Osómetro: A falta de la repesca de última hora de Macondo, la ultimísima película que veremos en la Competición de esta 64ª Berlinale, poco se han movido los pronósticos con respecto a un Palmarés cuya composición conoceremos en pocas horas. Ahora mismo, el nombre que más sigue repitiéndose, tanto entre los entusiastas como entre los más escépticos (que también los hay), es el de Richard Linklater, quien con su colosal Boyhood tiene todos los números para conquistar, en poco menos de un mes, dos catedrales como Sundance y Berlín. Casi nada. Pero como la decisión está en manos de un Jurado compuesto por unos miembros de los cuales desconocemos (no nos engañemos) sus gustos, siempre queda espacio para la especulación. Por ejemplo, 71, de Yann Demange, tiene todos los elementos (compromiso y espectacularidad, mayormente) para triunfar en Berlín, y La tercera orilla, de Celina Murga, ha recuperado las mejores sensaciones para un cine latinoamericano que últimamente se siente muy cómodo en esta cita. Por su parte, la rumorología apunta al director del certamen Dieter Kosslick, quien viendo muy cercana su retirada en el cargo, podría presionar para que al cine alemán se le hiciera el caso que se merece: en esta línea, no hay que descartar ni Jack, de Edward berger, ni mucho menos Stations of the Cross, de Dietrich Brüggemann.