Ante el frío, nada mejor que un poco de ejercicio. Y para esto
último, nada mejor que Sundance, donde el imprevisto es la norma general
y donde la improvisación es la única filosofía viable. Por VÍCTOR
ESQUIROL
Suena el despertador, te despiertas y te duchas. Sales del
cuarto de baño y te abalanzas sobre el reloj. Compruebas la hora y
lanzas un suspiro de alivio: hay tiempo. Tienes que estar en las
oficinas del festival de Sundance a las ocho en punto, y todavía son las
siete. Todo controlado. De Salt Lake City a Park City hay un trayecto
de exactamente 28 minutos... casi 35 si el tránsito no fluye como
debiera. Vamos bien... hasta que te das cuenta de que el golferas que te
acoge en su dulce hogar, el mismo que tiene que llevarte a tu destino,
está demasiado ocupado sufriendo las consecuencias de la noche anterior
(no pregunten).
¿Y qué vas a hacer? ¿Llorar? Al principio, un poquito, pero como las
lágrimas se congelan fácilmente, lo dejas para otro día y te mueves.
Pones pies en polvorosa: tienes que cazar, como sea, un autobús. Dejas
una nota en la mesita del salón (“¡He ido a por tabaco... cabrón!”) y
huyes. Una hora y media después, llegas a Park City y una cosa está
clara: la visita a las oficinas tendrá que esperar a mañana, porque
apenas te quedan veinte minutos para llegar a la primera película de la
jornada, que es ni más ni menos que el nuevo trabajo de Anton Corbjin.
Corres todavía más, esquivas un par de coches y... Mierda.
La cola en el pabellón de espera del Holiday es kilométrica. Te pones
al final de todo por el simple hecho de hacer algo, y también para
darte cuenta (por si todavía tenías dudas al respecto) de lo estúpido
que eres. Obviamente,
a la de Corbjin no entras ni borracho.
¿Y qué vas a hacer? ¿Llorar? Bueno... llorarle al agente de publicidad
de dicha película y pedirle una entrada para otro día (continuará...).
Esto y volver a moverte. A correr se ha dicho, porque sigues estando, no
lo olvides, en la tierra de las oportunidades, y hay otra que llama a
tu puerta en poco menos de quince minutos.
Spotlight es la sección de Sundance dedicada a
recuperar películas que hayan causado impacto en anteriores certámenes
(lo que vendría a ser la versión americana de las Perlas del
Zinemaldia). Ahí aguarda un tal
Ivan Locke, un
ingeniero que se dirige a Londres en su coche, y que durante el trayecto
intenta que la vida que ha ido construyendo desde que nació, no se
derrumbe hasta los cimientos en un abrir y cerrar de ojos.
Steven Knight, guionista de películas como
Promesas del este o
Negocios ocultos se lanza a la dirección, firmando una atípica road movie de planteamiento teatral.
Locke es un intenso, estiloso y asfixiante drama presentado en tiempo casi-real y en continuo movimiento estático. Un hombre
(Tom Hardy,
quien no desaprovecha la ocasión para reivindicarse como uno de los
actores más bestialmente terroríficos de nuestros tiempos), una
autopista y un manos-libres.
La economía de elementos se diluye mágicamente en un virtuosismo
formal que, lejos de cargar, hipnotiza por su atípica capacidad para
calibrar la deformación, logrando así que la realidad se transforme, de
manera natural, en sueño (o pesadilla). Las luces artificiales
desenfocadas y los retrovisores que nos descubren ángulos imposibles se
acoplan como elementos imprescindibles de una narración sólida, grave y
lo suficientemente inteligente como para reivindicar, de paso, una voz
potente que el cine británico tendría a bien prestarle atención.
Sin salir de las “respecas” de Spotlight, llega la hora de los valientes con
R100,
sin duda una obra mayor que como tal, disfruta poniendo a prueba al
espectador. Las deserciones durante la proyección de lo nuevo del gran
Hitoshi Matsumoto se
han contado a docenas, lo cual, no está de más repetirlo, estaba en el
guión. La razón de tanta irritabilidad en el patio de butacas nos la da,
cómo no, Homer Simpson: “¡Nos llevan siglos de ventaja!”, declaró el
orondo héroe americano refiriéndose a los japoneses. El reverso de la
“ventaja” es, por supuesto, la inferioridad, y ésta, como es sabido,
escuece.
Hay que evitar pues verse envuelto en cualquier comparativa con la
nación del sol naciente, porque el resultado (una goleada de escándalo)
acostumbra a ser siempre el mismo. Pero,
¿y en las perversiones? ¿Nos ganarán también en esto?
Por favor... Para muestra, la sinopsis de ahora: La vida de un patético
vendedor de centro comercial da un giro de 180º el día en que decide
contratar los servicios de una agencia de
dominatrix. Y esto es sólo el principio.
Matsumoto consigue lo que parecía imposible:
seguir moviendo su cine y llevarlo a otro nivel.
Con esto, dirige la que seguramente sea la burla definitiva al
-pervertido- oficio de la dirección fílmica. Lo cursi, lo estirado y lo
clásico explotan al unísono en un híper-estimulante ejercicio
metalingüístico. Es como si a alguien se le hubiera ocurrido jugar con
substancias tremendamente inestables: pongamos el
Survive Style 5+ de Gen Sekiguchi con el
Glory to the Filmmaker! de Kitano, en lo que sin duda es una rotunda (y despiadada) celebración de la creatividad artística más desbocada.
El movimiento se ha erigido de nuevo en protagonista principal del programa doble de documentales para hoy. En
Alive Inside, Michael Rossato-Bennett
sigue los pasos de Dan Cohen, un auténtico culo inquieto, y de paso da
evidencias de ser víctima de esta misma naturaleza. ¿Su trabajo trata
sobre los -milagrosos- efectos terapéuticos de la música? ¿O quizás
sobre las carencias (más bien vergüenzas) del sistema del bienestar
americano? ¿O quizás sobre el papel de la tercera edad en la sociedad
actual? De todo un poco, y con sólo una hora y cuarto disponible para
intentar destacar en tantas materias, al director, obviamente,
le acaba faltando tiempo para desarrollar satisfactoriamente todas sus tesis, pero le sobra para lograr en el espectador el golpe de efecto (que de esto también se trataba).
Por su parte,
The Overnighters, de
Jesse Moss,
coge como punto de partida el drama social del movimiento, es decir, el
de la inmigración (interna, en este caso) para prender la mecha de un
relato de estructura fractal, casi inabarcable, pero igualmente
contundente. El pastor de una parroquia de una pequeña localidad de
Dakota del Norte (actualmente desbordada por el flujo migratorio causado
por el florecimiento de su industria petrolífera), se convierte en el
eje vertebrador de un relato coral que, queriéndolo o no, se convierte
en
terrorífico testigo de unos tiempos de crisis (en
mayúsculas). La estructura puede desconcertar, pero el poso (que es lo
realmente importante), nos habla de algo tan profundo como desgarrador:
la derrota, física, moral... y en todos los sentidos que vengan a la
cabeza.
¡Quieto!
Con la amargura rondando todavía por el paladar, vuelve la Competición Estadounidense, y nos quedamos estáticos.
Camp X-Ray, de
Peter Sattler,
empieza con un prólogo de gran impacto. A partir de ahí, falla desde la
base... y no hay manera de levantarla. Mucho menos cuando el discurso
se apoya en la falsedad de la denuncia, así como en lo increíble del
proceso reconciliatorio. Por si fuera poco, en la ficha artística
encontramos a
Kristen Stewart, la que posiblemente sea
una de las peores actrices de la historia del cine (y escribe alguien
con mucho porno en la retina). La trama central pone el resto: Una joven
militar es destinada a Guantánamo, donde no tardará en hacer buenas
migas con uno de los reclusos (Peyman 'Nader' Moaadi). La violación
sistemática de los derechos humanos y la paranoia americana post-11S
encuentran en esta película la perfecta metáfora en la ambigüedad que el
profesor Severus Snape va mostrando a lo largo de la saga
Harry Potter. Como lo leen. ¿Estúpido e inocente? Sí, y hasta indignante... si no fuera tan aburrido.
Via:Cinemania