Sundance dirige la mirada hacia la candidez, la rebeldía pueril y
los mocos para acabar de asegurarle a Richard Linklater un extenso
capítulo en los libros de historia del arte, y cómo no, para seguir
dando con nuevos talentos. Por VÍCTOR ESQUIROL
La infancia, como sabemos (aunque a veces lo olvidemos) es un
tesoro que, como tal, está en permanente peligro.
De ser robado, destruido o, simplemente, desvanecido. Despierta envidia
e incomprensión por parte de quien ya no la posee. Puede llegar a ser
odiada, incluso por su propio propietario... pero éste casi siempre
acaba rectificando. Es disfrutable sólo durante una etapa concreta de
nuestra vida. A partir de cierta edad, pierde su valor. Esto último, por
supuesto, es mentira, lo que pasa es que hemos decidido creérnoslo.
Dejémoslo en que, la infancia, a pesar de la creencia popular, no tiene
por qué depender de la edad.
La “nueva” película de
Richard Linklater (incorporación de ultimísima hora en la parrilla de este año en Sundance) en realidad no es tan nueva, y se titula
Boyhood, cuya traducción literal al cristiano significa “niñez”, que como sabemos (
aunque a veces lo olvidemos)
es prima hermana de la infancia. Trata sobre Mason, un niño taciturno
que parece estar siempre perdido en otro lugar. ¿Y qué le pasa a Mason?
Pues todo; la vida. Y ahí está el qué. El riesgo, la ambición y, a la
postre, el más rotundo de los éxitos.
Ni un año ha pasado desde que Linklater presentara en sociedad la inmejorable culminación de la trilogía (de momento)
Antes-de, y cuando todavía estábamos reponiéndonos, volvió a aparecer con
otra obra capital; maestra, si se prefiere. Histórica, sin lugar a dudas.
“¡4208 días después, aquí estamos!”, ha afirmado el propio director, acompañado en el Eccles por
Ellar Coltrane, Patricia Arquette, Lorelei Linklater y, cómo no,
Ethan Hawke (principales protagonistas del maratón).
“Esta película sólo podía verse por primera vez en Sundance”, ha sido la siguiente declaración, lo cual tiene sentido si seguimos creyendo en lo que alguna vez llegó a ser el
indie.
Al fin y al cabo, hemos venido a Park City para ver películas únicas, ¿no? ¿Y si estuviéramos a punto de ver una que ha sido
rodada durante doce años? Volvamos a Mason, porque cuando empieza
Boyhood le vemos a él mirando al cielo mientras suena de fondo
Yellow, de los
Coldplay. Dos horas y 41 minutos después, se oye un combinado entre el
Deep Blue de
Arcade Fire y el
Get Lucky de
Daft Punk.
Una vez más, ¿qué ha pasado entre una cosa y la otra? Tengan en cuenta
las fechas en que el planeta se topó por primera vez con estas
canciones, hagan números y piensen en todo lo que cabe en este inmenso
espacio.
Piensen también en lo que podría pasar si algún genio diera por fin con la solución a un problema irresoluble.
¿Cómo puede cristalizar algo tan grande como la vida misma en una película? Linklater nos dice: “Siguiéndola”. Literalmente. Y teniendo en cuenta que siempre es “ahora mismo”. Así, su
Boyhood se convierte en
“La vida de Mason. Capítulos 1, 2, 3, 4, 5...”, en
la que Linklater va construyendo a Mason, y éste a sí mismo, con toda
la autonomía que le permiten las circunstancias. Empieza, cómo no, en la
niñez y termina en el momento en que el polluelo puede por fin
abandonar el nido. Desde los primeros años de escuela hasta la entrada a
la universidad, pasando, por supuesto, por el instituto.
Y el mundo marcha... Mason, el mocoso que va
creciendo sin necesidad de rótulos explicativos, se transforma de
repente en un cuerpo celeste que avanza inexorablemente por la
inmensidad del universo. Su trayectoria irá sufriendo cambios sólo por
la interacción con la órbita de otros cuerpos... y la vida, que a
efectos prácticos arranca en la infancia, rara vez había sido tan bien
capturada. En casi tres horas de metraje, los diálogos marca de la casa
vuelven a rendir a máxima potencia, y aun así nunca aparece la frase
lapidaria o la sentencia definitiva. Linklater (con su naturalidad,
gracia, ocurrencia y espontaneidad habituales), una vez más,
no pretende aleccionar, sino documentar
(a través de la ficción, sí, pero el propósito no cambia en ningún
momento). Lo hace con plena conciencia de época(s), fijándose en los
detalles identificativos para resaltar lo que permanece (es decir, lo
que realmente importa), y sin olvidar que, primero, no hay nada más
confuso que el presente, y que, segundo,
no se trata de la edad, sino de las actitudes y de las inquietudes. Infinitas gracias por el recordatorio.
Cambiando radicalmente de tono, Park City at Midnight ha vuelto a sorprender con
The Babadook, cuento
de terror sobre una madre viuda que tiene que hacer frente a algo que,
ciertamente, puede llegar a ser escalofriante: la infancia. Y es que su
hijo de siete años (nacido el mismo día en que murió su padre) muestra
un comportamiento cada vez más violento debido a una extraña presencia
que parece haberse instalado en la casa.
Jennifer Kent, la directora de la cinta, se presentó en el año 2005 con el cortometraje
Monster,
pequeño anticipo del largo que ahora nos concierne. En aquella pequeña
pieza, la cineasta ya daba señales de su potencial y ahora, todas
aquellas vibraciones se han confirmado.
De
atmósfera recargadamente tétrica,
The Babadook supone el nacimiento de un talento que parece estar ya consagrado. Kent sueña con
Méliès, con
Wiene y concibe una criatura de nombre perfecto. Montada sobre ella,
explora -y explota- el terror en todas sus facetas:
el moderno, el clásico, el violento, el psicológico, el sutil, el
primario, el racional y el irracional. La película, como le pedíamos,
da miedo (más que asustar), pero es que además es
espeluznantemente lista.
Más allá de revivir en la audiencia manías tan desesperantes como la de
comprobar cada rincón oscuro antes de ir a dormir, o la de asegurarse
que la manta (es decir, el escudo más potente jamás creado) nos cubra
todo el cuerpo, ‘The Babadook’
convierte al propio género en el verdadero monstruo,
y este, a su vez, se transforma en el agujero negro perfecto. La
maternidad, la soledad, la pena, la locura, el duelo y obviamente la
infancia, todo pasa por ahí. Y da la sensación de que ninguno de estos
temas vaya a entenderse sin la presencia amenazante del hombre del saco.
Genial.
En la misma línea terrorífica, aunque no tanto, entran en escena
cuatro vampiros. Uno cuenta su edad en milenios, los demás en siglos. De
procedencia, gustos y hábitos radicalmente diferentes, lo único que les
une es un lugar (son compañeros de piso en la Nueva Zelanda
contemporánea) y un objetivo: el que el público se reencuentre con el
niño -gamberro- que reside en su interior.
What We Do in the Shadows (es decir, “Lo que hacemos en las sombras”) es un falso documental dirigido (y escrito, y protagonizado) por
Taika Cohen y Jemaine Clement, dos de los principales artífices de la serie de culto
Flight of the Conchords.
Como sucediera en la pequeña pantalla, el
mockumentary se presenta como el vehículo ideal para
burlarse del objeto de estudio sin perder el respeto hacia él. Como si se tratara de la versión austral de la estupenda
Vampires, de
Vincent Lanoo,
el cachondeo adquiere más cuota de pantalla, perdiéndose así en
sutilidad pero ganándose en carcajadas. Lo mejor, más allá de la más que
aceptable ratio de gags acertados, es que
la identidad del (sub)género vampírico sublima con una pureza altísima.
A lo largo de una hora y media que pasa volando. Tal y como pasaba con
los profesores favoritos de nuestra infancia: en sus clases nos reíamos y
ni por asomo se nos ocurría comprobar cuánto faltaba para que sonase el
timbre. Cuando éste finalmente lo hacía, volvíamos a casa con unas
agujetas terribles... y con muchísimo más conocimiento en el coco.
El ciclo express dedicado a la infancia lo ha cerrado, en cierto modo,
Lynn Shelton, quien definitivamente ha dejado el mumblecore en el baúl de los recuerdos. En
Laggies, Keira Knightley
recibe la proposición de matrimonio por parte de Mark Webber (el actor)
y a partir de ahí en su cerebro se dispara una reacción en cadena que
le hará querer refugiarse en el único bunker realmente inaccesible. En
otras palabras, aquella etapa vital en la que nadie nos exigía
responsabilidad alguna.
Shelton se sube al carro del mainstream
para esta comedia romántica en la que, intérpretes aparte, nada es
especialmente reseñable / memorable. Aun así, se ve en todo momento con
el agrado suficiente como para no desconectar de lo que se nos está
contando. La clave: la l
igereza no-discordante con el verdadero telón de fondo,
es decir, el terremoto implícito en cada relación sentimental. Denso
donde los haya, cierto, pero no necesariamente indigesto.
Voilà.
In memoriam
En Sundance, como en todo buen festival, hay espacio para la
cinefilia.
Para tomarnos un respiro del orden del día y librarnos del todo (por si
no lo estábamos haciendo ya) al eterno vicio y/o pasión
cinematográfica. En este aspecto, pocos han debido haber que se hayan
volcado con tanta devoción como
Roger Ebert, quien nos dejó el año pasado a la edad de 71 años.
Life Itself es el documental que rinde homenaje a este incansable amante del séptimo arte.
Steve James,
el director (y amigo de la estrella de la función) toma como referencia
la propia autobiografía de Ebert para estructurar una película que
renuncia a lo ilustrativo par quedarse en la sonrisa nostálgica. Cineastas de la talla de
Martin Scorsese, Werner Herzog o
Errol Morris
se plantan delante de la cámara para recrearse en las luces de la vida y
obra del famoso crítico cinematográfico. El tono bonachón imprimido por
James remata la faena: he aquí el recuerdo que los amigos, los rivales y
hasta el propio Ebert se merecían.
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