miércoles, 22 de enero de 2014

[Crónica Sundance 2014] La (in)soportable levedad del ego

Llegados al ecuador de su 30ª edición, el Festival de Sundance entabla debate esquizofrénico entre el YO y el NADIE. Los representantes de las dos facciones, se lucen. Por VÍCTOR ESQUIROL

[cronica sundance 2014] la (in)soportable levedad del ego

“Pues ya lo ves... ¡Así está Kurt Russell!”; “Ya te digo... el tío está cascadísimo.”; “¿Sabías que su padre tenía un equipo de baseball y que le hizo jugar en él?”; “¿En serio?”; “Te lo juro.”; “Bueno, ¿y a quién más has visto hoy?”; “A nadie más, tío. Esto está muertísimo.”; “¿Sí? Pues mira, precisamente por ahí va uno del séquito de la Lohan.”; “Espera, ¿Lindsay Lohan?”; “Sí.”; “¿¡Lindsay Lohan está en Sundance!?”; “Claro, pensaba que ya lo sabí...”
Ni te da tiempo a terminar la frase. Ya no se respeta nada. El chupóptero que trabaja para TMZ ha cogido su cámara telescópica y te acaba de dejar con la palabra en la boca, colgado, solo. Muriéndote de frío en el párking dónde se supone que alguien (¡quien sea!) va a venir a recogerte. Y todo esto, ¿por qué? Por la llamada del ego, una de las pocas cosas en las que las celebrities van sobradas. Por culpa del maldito ego no hay manera de poner el freno de lengua y una rueda de prensa se te puede ir de las manos (por cierto, el primer volumen de Nymphomaniac ha acabado siendo la sesión sorpresa este año en Sundance). El ego es el diminuto demonio que se posa en tu hombro y te reta a hacer las peores estupideces... sólo para ver cómo haces el ridículo ante todos los paparazzi que, por supuesto, estaban esperando tu gran momento.
Con ego (y mucho) se ha levantado hoy el sol en Park City. Los tablones del escenario del Eccles (que es por donde se pasean, en sesión matutina, los peces gordos) casi revientan. No por acumulación de personas, sino porque las tres que se encontraban ante la audiencia se acababan de marcar un banquete antológico de ellos mismos. Con ustedes, Michael Winterbottom, Steve Coogan, y Rob Brydon. Como ya sucediera hace cuatro años con The Trip, porque de hecho, de lo que se trata aquí es de repetir la experiencia. ¿Por qué? Primero, porque en la primera se lo pasaron teta. Segundo, porque no tienen que darle explicaciones a nadie.
De hecho, The Trip to Italy tiene como punto de partida la excusa más rancia que se pueda imaginar. Es la gracia. Los preparativos se ventilan en menos de un minuto, y el juego (que tiene en el ombligo su centro de gravedad), desde la primera escena, vuelve a estar en marcha. La pregunta, como en la anterior ocasión, es la de saber si hay alguien más invitado aparte de las tres estrellas. La respuesta está en cada espectador, porque la película poco o nada hace en materia de concesiones. Es la gracia, también.
Todo igual, pues, bajo el sol del Piemonte, y de Roma, y de la Costa Amalfitana. Coogan y Brydon, en descarado “as themselves” (y en estado de gracia) se pegan de nuevo la vida padre en esta conjunción casi perfecta entre buddy y road movie. Sentada(s) la(s) base(s) toca empezar a levantar el edificio, que se sustenta, cómo no, en dos pilares. ¿Es una guía turística de altísimo standing (por mucho que a los protagonistas les dé por repetir que lo suyo es la vida “sencilla”)? ¿Es una gira humorística en la que priman las imitaciones de primer nivel (cómo no, Michael Cane y Sean Connery vuelven a pasar por el aro)? También.
Y así, Michael Winterbottom, que también interviene, da una lección magistral sobre cómo alargar una broma. 115 minutos (220 si contamos desde The Trip), y sigue habiendo motivos para reír. También para salivar de lo lindo con cada plato que se zampan estos dos vividores... y también para maravillarse, por enésima vez, con algunas de las vistas más fantásticas que pueden encontrarse en Italia. El prolífico director británico se decide a rodar de manera deliciosa, a que fluya la química entre sus personajes y sí, a dialogar también, con toda la cara dura del mundo, con el público (es la gracia, como era de esperar de uno de los genios de la posmodernidad), tanto, que el fallo en la proyección que durante más de diez minutos habría podido provocar más de un ataque epiléptico en el patio de butacas, ha sido tomado, por la amplia mayoría, como un gag más del repertorio. Cosas del ego... y de la genialidad.

Por si la sala no se había quedado lo suficiente pequeña, el programa doble de documentales ha seguido estrechando el espacio. Ni en el Palais de Cannes -y ya es decir- se habría podido respirar. Y es que del Reino Unido nos llega también 20.000 Days on Earth, que empieza con Nick Cave, ni más menos, hablando de sí mismo: “Puedo controlar la meteorología con mi humor... lo que pasa es que no puedo controlar mi humor.” No apto para claustrofóbicos. Los veinte mil días de los que nos habla el título hacen referencia, como puede deducirse con total facilidad, a la edad de la estrella. La cuenta sigue en marcha. Un día más (resumido en poco más de hora y media de metraje), que es el que vamos a pasar junto a este artista todoterreno.
Los directores Iain Forsyth y Jane Pollard hacen un excelente uso de la técnica cinematográfica (máxima explotación, sin hacerse pesada, de factores tan fundamentales como la fotografía, la banda sonora o los saltos narrativos) para que nos olvidemos por completo de la barrera que separa la ficción de la realidad, así como de la encargada de distinguir la entrevista del psicoanálisis. 20.000 Days on Earth tiene mucho más de lo segundo, consiguiéndose así una inmersión casi total en la mente de este galán con apariencia de cavernícola; de este artista (en mayúsculas) sumido, desde hace mucho tiempo, en un desbocado proceso de creatividad desencadenada, con tal de conseguir lo que a una tal Nina Simone se le daba tan bien: conseguir, en cada actuación, transformar a la audiencia... y a ella misma. Pasado a una pantalla de cine, esto sólo se puede traducir en mostrar aquello que los ojos no pueden llegar a ver. Forsyth, Pollard y, desde luego, Cave lo consiguen, en lo que sin duda es una experiencia artística (en mayúsculas, también) única.

De apariencia mucho más mundanal, The Battered Bastards of Baseball llega con la intención de contarnos, efectivamente, una historieta de este deporte que tanta incomprensión / repelús ha encontrado siempre en nuestro territorio. Década de los 70, el veterano actor Bing Russell (exacto, padre de Kurt... por lo visto la sanguijuela aquella no mentía), muy de vuelta de Hollywood y de la “caja tonta” (donde encarnó al sheriff de Bonanza y donde se convirtió también en uno de los intérpretes con menor esperanza de vida en pantalla), decidió fundar en Portland el único equipo independiente de la Federación Oeste del susodicho deporte. Lo que empezó siendo un circo que funcionaba a las mil maravillas como hazmerreír de la prensa y de las principales franquicias, no tardó en convertirse en la gran revelación que pasaría despertar las envidias más bajas entre sus rivales.
David contra Goliat, o para no movernos del caso, Bing Russell, su troupe (y el ego de todos) contra el establishment. Los debutantes Chapman Way y Maclain Way nos cuentan una historia de cine (literalmente, en el equipo no sólo estaba en clan Russell, sino también el mismísimo Todd Field). Una Gran Reserva que debería ser de consumo obligatorio tanto para los amantes del baseball como del deporte en general. Al igual que en Moneyball (aunque con intenciones diferentes), queda patente que, como el dios en el que hemos convertido cada juego en el que intervenga una pelotita, todo lo que éste nos da, éste mismo nos los quita... para, quizás, más adelante, devolvérnoslo. Y así hasta el infinito. Con una conciencia casi perfecta de la historia narrada, así como de lo inspirador, entrañable y épico (genial banda sonora), The Battered Bastards of Baseball, del mismo modo en que lo hizo el imprescindible documental La extraordinaria historia del New York Cosmos, trasciende las apariencias para hablarnos de algo más profundo. De una época, de una nación y de su gente... así como de aquello que se mueve en nuestro interior cada vez que el -maldito- esférico llega allá donde toda la grada espera.

Heil Five!

Antes de que mi ego y yo nos vayamos a dormir, y para distender un poco el ambiente, nada mejor que juntarse con gamberros. Con aquellos golfos especialistas en competir en aquello de ver quién la hace más gorda. No por autosatisfacción, sino por el tan conocido placer der ver arder el mundo. Wetlands es pura provocación, tanto que empieza con un cartel en el que se lee que la novela en la que se basa dicha película, jamás debería adaptarse al cine, y que lo que estamos a punto de ver no es más que un asqueroso compendio de unos tiempos -los nuestros- vulgares. Helen siente un profundo desprecio por la higiene personal, una terrible curiosidad para saber qué verdura le va a dar un mayor orgasmo, y un cariño sin mesura por sus hemorroides.
Es como si Irvine Welsh y Chuck Palahniuk se hubieran violado mutuamente y de tal espectáculo hubiera surgido una adorable criaturita que reprodujera, muy puerilmente, las virtudes de sus progenitores. El director David Wnendt nos lleva por una trepidante montaña rusa de la guarrería que poco tiene que envidiar a hitos de lo asqueroso como podría ser, por ejemplo, el legendario vídeo de “2 Girls 1 Cup”. Manda la náusea, pero sobre todo las risas, gracias al encanto desbordante de la protagonista Carla Juri, y al desternillante aprovechamiento de la -asquerosa- espiral nihilista provocada. Mientras el espiral gira con fuerza, la película se traduce en la más pringosa / maloliente / desagradable y hasta estilosa de las gozadas.



Última parada de esta jornada capicúa. Empezamos con una segunda parte y terminamos, también, con una secuela. Dead Snow: Red vs. Dead da respuesta al enigma que durante los últimos cinco años ha estado acechando a la humanidad: ¿Qué puede ser mejor que una película con zombies nazis? Respuesta: Una película de zombies nazis luchando a muerte contra zombies comunistas. Genial. Retomando la acción justo dónde la había dejado la notable primera entrega, Tommy Wirkola se recompone de su horrible desembarco en suelo estadounidense volviendo a su Noruega natal... sin olvidarse de mantener líneas abiertas, eso sí, con su nuevo país de acogida.

De lo que se trata aquí es de explotar (hasta que la máquina, efectivamente, explote) la fórmula del más y mejor. Es por esto que Dead Snow: Red vs. Dead puede reivindicarse como una de esas honrosísimas excepciones que confirman la falsedad aquella de que “Segundas partes nunca fueron buenas.”, porque lleva al límite el subgénero de los muertos vivientes, así como todo los que estos implican. A abrir en canal todos los tabús se ha dicho. Wirkola no se corta un pelo y filma con talento (atentos al homenaje a la pelea entre Uma Thurman y Daryl Hannah en Kill Bill Vol. 2) la que es, desde ya, la nueva cima a superar del splastick. Pocas (poquísimas) veces el gore se había presentado tan creativo, salvaje, vandálico y divertido.

Via:Cinemania

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