Dejando pasar cuatro años en los que la producción tuvo que hacer frente a multitud de retrasos —su estreno inicial se había previsto para 1957—, el que el máximo responsable de la productora estuviera inmerso en la construcción del primer “Disneyland” y atento al gran éxito que estaban cosechando sus ideas para televisión, había supuesto un severo traspiés en el correcto avanzar de ‘La bella durmiente’ (‘Sleeping Beauty’, Clyde Geronimi, 1959), no contando el equipo creativo con el constante apoyo en el que hasta entonces se erigía el visionario cineasta en las míticas reuniones de producción.
Fusionando a Perrault y los hermanos Grimm
Tanto es así, que muchas y diversas fueron las alteraciones y paradas que sufrió el libreto de la cinta, viendo los seis guionistas acreditados como las decisiones que iban tomando para llevar a su concreción la historia de la princesa Aurora, el príncipe Felipe, las tres hadas madrinas y la pérfida Maléfica se interrumpían por las intermitentes injerencias de un Disney que no tenía reparos en rechazar ideas que el equipo de escritores ya había dado por más que válidas.
Crisol de los dos cuentos que se desarrollan alrededor del personaje de esa joven que, por culpa de una maldición, deberá dormir hasta recibir el primer beso de amor, la habilidad de los encargados del guión de este maravilloso cuento que es ‘La bella durmiente’ es especialmente reseñable. Y no sólo por la obvia eliminación de los pasajes más crudos de las narraciones de Perrault o los Grimm —la segunda parte de ambos relatos es de lo más truculento— sino por el espléndido desarrollo de personajes que mejoraba ostensiblemente lo que los legendarios autores habían llegado a plasmar en sus páginas.
De hecho, con respecto a los otros dos filmes de princesas con los que ‘La bella durmiente’ entra directamente en liza —supongo que no hará falta decir cuáles son, ¿no?—, el tratamiento que se da aquí al príncipe es bastante más sólido que el de mera comparsa que recibía en los anteriores algo que, suponemos, es directa consecuencia del unánime aplauso que recibieron tanto Peter Pan como el carismático Vagabundo. Eso sí, en lo que concierne a Aurora poca es la evolución que se muestra aquí en relación a Blancanieves y Cenicienta, recayendo de nuevo el peso del protagonismo en unos “secundarios” de lujo.
De hadas buenas y brujas muy malas
Y si he entrecomillado el término “secundarios” es porque en ‘La bella durmiente’, el protagonismo que con anterioridad se había reservado a los enanitos o los ratones es aquí aumentado hasta hacer de Flora, Fauna y Primavera auténticos motores con los que hacer avanzar la trama. El bonachón carácter de las tres madrinas de Aurora, esas carismáticas personalidades perfiladas con tres brochazos y medio y el hecho de que de ellas dimane un muy alto porcentaje del humor que destila el filme, las convierte de un plumazo en las más queridas de la función.
En firme contraposición a ellas tenemos, cómo no, a la villana de la producción, una Maléfica a la que muy pronto veremos en carne y hueso encarnada por Angelina Jolie y que, a mi parecer, si bien en diseño supera a las madrastras de Blancanieves o Cenicienta y su altiva presencia, rubricada por ese extraño tocado que tanto habla de lo maligno de su condición, se lleva toda la atención del espectador en las escenas que aparece, no puede decirse lo mismo de su personalidad y de las supuestas motivaciones que la llevan a maldecir a Aurora.
No es que aquellas que ostentaban las citadas madrastras fueran de una solidez a prueba de bombas, pero eran un ápice más creíbles que la rabieta en la que se apoya Maléfica para, por no haber sido invitada al bautizo de Aurora, maldecirla con una muerte segura una vez la princesa llegue a sus dieciséis primaveras. De todas formas, tampoco podemos pedir una profundidad insondable a una villana que cumple a la perfección su cometido y que, sin duda, se encuentra entre las más reconocibles de cuántas han visto la luz bajo el sello Disney.
Una decisión maravillosa
Aunque durante mucho tiempo los responsables de ‘La bella durmiente’ barajaron el utilizar una partitura completamente original para volver a dotar al filme de esa singular vida que ya habíamos visto hasta entonces en la práctica totalidad de las producciones de la compañía, y algunos de los compositores habituales de los estudios trabajaron en ideas con las que musicar los setenta y cinco minutos de metraje, fue la insistencia de Walt la que finalmente dotó a la película de uno de sus mejores y más ajustados valores.
Dicha insistencia no fue otra que el que el que terminara encargándose de escribir los pentagramas, lo hiciera siguiendo de la manera más fidedigna posible aquello que ese maestro de la música orquestal llamado Piotr Illyich Tchaikovsky había escrito a finales del s.XIX para el maravilloso ballet de ‘La bella durmiente’. Contando para ello con un nombre que, desde ese momento, estaría atado a la compañía durante tres lustros, la personalidad con la que queda impregnado el metraje a través de los temas del compositor ruso adaptados por George Bruns es de esas que ha logrado trascender los años hasta el punto de atribuirse al compositor estadounidense la autoría real de lo que aquí escuchamos.
Trasladando la compleja personalidad de un ballet de casi tres horas a la hora y cuarto durante la que se prolonga el filme, y echando mano de los motivos más reseñables de la obra de Tchaikovsky, terminan resultando tremendamente identificables la traslación del vals compuesto por el ruso al ‘Once Upon a Dream’ que se erige en tema de amor de la película, el juguetón motivo que se asocia a las hadas madrinas y, cómo no, el intrigante tema que, compuesto originalmente para el Gato con Botas en el ballet, Burns altera de forma sensible aquí con la inclusión de unos ominosos coros femeninos para acompañar a Maléfica.
‘La bella durmiente’, un cuento inolvidable
Filmada en 70mm, lo que trajo de cabeza a unos animadores que no estaban acostumbrados a tener que dibujar en tanta amplitud, si hay algo que llama poderosamente la atención de ‘La bella durmiente’ es lo muy diferente que es su animación en términos generales con respecto a lo que la compañía había desarrollado cuatro años antes: poco o nada tienen que ver las redondeces y los cálidos diseños de ‘La dama y el vagabundo’ con lo experimental y estilizado de las figuras que aquí vemos y la sorprendente paleta de colores derivada del trabajo de Eyvind Earle.
Extrayendo ideas de obras de Durero, Van Eyck, Botticelli o Brueghel, la intervención del joven animador fue uno de los factores más determinantes del aspecto final de la cinta, al igual que había hecho en el pasado Tyrus Wong con ‘Bambi’ (id, David Hand, 1942), y lo que muy probablemente más influyó en la tibia recepción con la que el público de la época acogió a una cinta que no llegó a recuperar los seis millones de dólares que se invirtieron en su realización.
Lo que entonces no supieron apreciar es, a juicio del que esto suscribe, la belleza inherente a una de las cintas más atrevidas desde el punto de vista visual de cuántas la Disney ha llegado a producir a lo largo de sus décadas de existencia: no cabe duda de que, en aras de la consecución de esa belleza se descuidaron —aunque no en exceso— aspectos como la animación de los personajes en los fondos, que siempre aparecen muy esquematizados, pero ello no quita para que la fusión de la personalidad de Earle con el asombroso aprovechamiento del formato panorámico nos regale momentos de soberbios como toda la secuencia en el bosque.
Si a ello unimos la comicidad ya comentada de las hadas, o aquella que ostentan los reyes Stefan y Hubert —esa escena con el juglar siempre me arranca alguna que otra risotada—, el perfecto funcionamiento de la historia entre Aurora y Felipe y, por supuesto, el espectacular clímax final y el enfrentamiento entre el príncipe y el dragón, obtenemos un título mágico al que los años no han restado un ápice de lustre. Antes bien, si algo ha conseguido el paso del tiempo es poner en su sitio a uno de los mejores clásicos de la compañía, que a partir de aquí devendría en un progresivo empeoramiento de formas.
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