O cómo las películas de tu vida aparecen, como el amor, cuando menos andábamos buscándolas. O cómo Alonso Ruizpalacios conquistó la Berlinale desde Panorama. Por VÍCTOR ESQUIROL
Y es que en los festivales de cine, sucede muy a menudo que a partir del cuarto día (incluso antes), las fuerzas empiezan a fallar. Al mismo tiempo, el pánico se va imponiendo. Miras el calendario y la parrilla de los próximos días, haces recuento de provisiones, autoevalúas tu salud mental y te pones en el peor de los escenarios: “A este ritmo no llego a la línea de meta...” Entonces te curas en salud: “Quizás deberíamos empezar a reservar, que esto es una carrera de fondo, no los 100 metros lisos.” Acto seguido, vuelves a abrir la cremallera de la mochila y miras con recelo la dichosa entrada. “No deberías...”, te dice el angelito que se ha posado en tu hombro derecho.
“¡Por supuesto que sí!”, contesta inmediatamente el diablillo del hombro izquierdo. “Debes... y lo harás” Y efectivamente. Porque al fin y al cabo eres un yonqui perdido. ¿A quién vas a engañar? En el fondo adoras este agotamiento; muy en el fondo, te encanta la perspectiva de que, algún día, alguien, pueda decir de ti: “Se le secó el cerebro. Fue a demasiados festivales de cine.” Y vas. Porque también temes que la película que estás a punto de ver, no llegue nunca a las salas comerciales (cosas de los certámenes), y porque sabes que en este mundo cruel, muy de vez en cuando, las películas de tu vida llaman a la puerta cuando menos las esperabas.
Por lo que más quieran, jamás desperdicien la oportunidad de descubrir una nueva película.
Y fui. A la sesión de las 22:45, hora en la que el cuerpo pensaba más en la cama que en cualquier otra cosa. En el Cinestar 3, por suerte, el ambiente era más festivo. Cosas de, precisamente, estos horarios en la Berlinale. Cosas de la Sección Panorama, donde la euforia colectiva acostumbra a ser la tónica dominante. Ahí, en aquel momento, estaba a punto de empezar la película.
Y empezó. La pantalla y la sala se iluminaron con la elegancia del blanco y negro y la contención del formato 4:3. En un terrado, las manos de unos pequeños cabroncetes se abalanzaron sobre un cubo lleno de globos (más bien bombas) de agua. Cambio de escenario: en un cuchitril, una madre agobiadísima por poco no estrangula a su bebé. Finalmente contiene la furia y se lanza a la calle con su hijito. No ha dado cuatro pasos cuando... el sistema se convierte, con un estridente y acuoso estallido, en una sola ecuación.
Tan fácil y a la vez tan complicado (cosas del cine; cosas del arte en general), pero en ocasiones sucede que con tan “poco” (nótense las comillas) basta para que el corazón se pare por una milésima de segundo... y siga latiendo, perfectamente sincronizado con el nuevo objeto de deseo. Lo llaman flechazo.
Lo que pasa es que ese “objeto de deseo” no es tal, sino que es un ser vivo. Respira, reacciona ante los estímulos, se mueve... y se muestra tan imprevisible como la vida misma. Sorprende. Sabes que lo hará. Una y otra vez. Siempre de forma positiva.
El autor de la gamberrada de antes, por cierto, se llama Tomás, y su madre está hasta el gorro de él. No aguanta más, así que lo empaqueta y lo manda al “Sur”. Ahí, en México D.F., le espera el que será su nuevo cuidador oficial: su hermano mayor (apodado “Sombra” entre sus amigos), estudiante universitario que vive, por así decirlo, hundido en el síndrome de la pre-jubilación. La reunión familiar no empieza precisamente con buen pie, y los implicados, por alguna u otra razón, se verán obligados a moverse. Ponen rumbo a “Poniente”, pero ahí una noticia inesperada les obligará a dirigirse a la “Ciudad universitaria”, casilla que irremediablemente les llevará, tarde o temprano, al “Centro”. De ahí, por supuesto, irán a “Oriente”.
La tartana en la que cabalgan los protagonistas irá de un sitio para otro y acogerá (o echará) a otros muchos personajes. Esto es, efectivamente, una road movie. Pero su acción ocurre en una sola urbe. En México D.F. LA ciudad. Convertida en catalizador perfecto de todo aquello que marca la(s) etapa(s) vital(es) más relevante(s) de nuestra vida; en reflejo del estado del alma. Y en alta definición. Que no se emocione la administración local, pues esto es también cine anti-turístico... lo cual no quita que a uno le entren unas ganas tremendas de dejarse atraer por el -irresistible- magnetismo del escenario, que a pesar de todo, no deja de emitir cantos de sirena. Auténticos, cuidado.
El telón de fondo de dicha odisea lo pone una huelga universitaria basadísima en hechos reales y que paralizó medio país. Pero esta no es una película de calado social / comprometido. Es cine humanista, que trasciende las convulsiones del momento y se postula en eterno canto de amor a la amistad, a los lazos fraternales, al propio amor, claro... a casi todo aquello que hace que la vida merezca ser vivida, nunca mejor dicho. Es cine pequeño en su ficha técnica / artística (aunque denle tiempo...), pero inmenso en sus formas, en sus intenciones, en su sinceridad y en su ejecución. Mayúsculo, tanto que no hay fuente lo suficientemente grande para referirse a él en un texto.
Esto no es una película, es un nuevo mejor amigo.
Cuando el blanco y negro recoge todo el espectro cromático; cuando el cuadriculado 4:3 adquiere la forma híper-panorámica del Cinerama. No hay límites. Todo puede pasar (hasta la búsqueda de un nuevo Sugar Man) y, en poco más de hora y media, todo pasa. De forma tierna, cómica, triste, nostálgica y modernísima (atención a cómo lleva la batuta la música de Agustín Lara). Cada elemento en su justa proporción. Moviendo los hilos no está un director cualquiera, ni un genio (o quizás sí). Está un alquimista, capaz de convertir, con su inventiva desbocada, una sesión a priori poco atractiva, en una de las experiencias cinematográficas más gratificantes de los últimos tiempos. Oro. Está el campeón mundial de los surfistas, pues su trabajo está atiborrado de la nouvelle vague, pero la ola, convertida de repente en tusnami, se doma como si se hubiera parido. Está un chamán, capaz de adueñarse de nuestro cuerpo y nuestra mente... y hacer con ellos lo que le venga en gana.
No hay que sufrir, pues estamos en buenas manos. Éstas se mueven con la precisión de un cirujano y la pasión de un maestro pianista. Su dueño responde al nombre de Alonso Ruizpalacios, y éste es su primer largometraje. Una vez más: esta obra maestra; este milagro, es su ópera prima. Su título es Güeros, y está dirigida por Alonso Ruizpalacios. Es mexicano, pero tiene un poco de británico (es decir, es continental e isleño a la vez). Que conste: se llama Alonso Ruizpalacios y ha dirigido Güeros, una de estas películas que justifica, ella solita, un festival entero. El certamen es la Berlinale, y ni por asomo va a entregarle el Oso de Oro... porque ni se le ha concedido la oportunidad de participar en la Sección Oficial a Competición. Clama al cielo, pero contentémonos, que no es poco, con las ovaciones volcadas en Panorama, por el propio descubrimiento y por el hecho de haber conocido a un talento destinado a marcar al cine... y a la gente que se deja la salud por su culpa. Lo llaman amor, sí.
Y por lo que más quieran, jamás le cierren la puerta a una oportunidad de descubrir una nueva película.
Via:Cinemania
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