miércoles, 12 de febrero de 2014

[Berlín 2014] Aladag, Aïnouz, Economides (y Adrià), jinetes del Apocalipsis

La celebración del paso del ecuador de la 64ª Berlinale se ceba con el personal, avasallándolo a través de tres platos cocinados con la peor de las intenciones. A cada cual más indigesto. Con ustedes, Feo Aladag, Karim Aïnouz y Yannis Economides. Por VÍCTOR ESQUIROL

[berlin 2014] aladag ainouz economides (y adria) jinetes del apocalipsis
¿Qué es el “Día infernal”? Es la jornada festivalera en la que los programadores de la organización, con toda la mala saña del mundo, se conjuran para hacer que las películas más potencialmente peligrosas (es decir, aquellas con mayor capacidad para despertar más rabia / ira / incomprensión / frustración / indignación... entre los miembros de la crítica) compartan parrilla. Sucede en prácticamente cualquier certamen que se precie. Debe entenderse, entonces, como una especie de broma interna entre los distintos equipos que hacen posibles estas grandes celebraciones dedicadas al carácter malsano del séptimo arte. La lógica, si es que hay alguna detrás del sadismo, nos habla de la gracia implícita en cualquier torturilla que no tenga mayores implicaciones más allá de alguna que otra pataleta. Ya saben, “Es gracioso... si no me pasa a mí.” En cualquier caso, queremos creer que al otro lado de las cámaras ocultas que seguro (segurísimo) que están instaladas por todo el Palast, alguien se estaba partiendo de la risa con nuestras reacciones ante esta prueba de fuego sólo apta para los más fuertes.

¿Cómo ha empezado la masacre? Sin piedad. Inbetween Worlds, primer martirio del día, nos habla, como insinúa el título, del espacio en el que coexisten dos mundos que poco o nada tienen que ver el uno con el otro. Es un eufemismo totalmente válido (suponemos) para referirse (sin referirse directamente) a una de esas muchas razones para perder la fe en la humanidad entera. El conflicto de Afganistán salta de nuevo a la palestra, sólo que esta vez lo hace desde Europa. El cine alemán, para ser más exactos, se sube al carro de las chuminadas bélicas, y escudándose en el logo de la 20th Century Fox (seguimos en la Competición de la Berlinale, no lo olvidemos), nos habla del papel de los nobles y valerosos soldados teutones en la lucha armada contra los viles y malvados talibanes. La brocha gorda toma el mando, y la idiotez se encarga del resto. Resultaría gracioso (la ineptitud de Feo Aladag a la hora de acercarse verazmente al conflicto es tal que a veces parece que estemos ante una nueva entrega de Hot Shots) si no nos hablara de una guerra tan real como la abucheada que, gracias a Alá, se ha registrado en el Palast al final de la proyección. Recepción más que merecida para una cinta tramposa, no sólo en el plano sentimental, sino en la aplicación de las reglas de un territorio reinventado a la conveniencia de occidente. Todos tan amigos, como si esto fuera Resacón 4: ¡Ahora en Afganistán!. Haciendo felizmente simple lo que exige ser (porque lo es) terriblemente complejo, quedando en evidencia por su ignorancia; por su ingenuidad que, para colmo de males, puede desembocar en interpretaciones intolerablemente perversas. Y a nadie de la película parece importarle lo más mínimo... Y así le va al mundo. Para llorar y empezar a arrojar zapatos. Como mínimo.




¿Cómo ha seguido el martirio? Con grandes -y falsas- esperanzas. En una inmensa y desértica playa brasileña, dos motoristas saltan dunas y se zambullen poco después en el Océano Atlántico. A ritmo de rock duro. A todo volumen. Con unos títulos de crédito impresionantes... y con una terrible muerte a las primeras de cambio. ¿Qué puede salir mal en Praia do Futuro? Pues casi todo. Karim Aïnouz hace acopio de un portentoso estilo visual para hablarnos del amor (gay, en este caso), las raíces y la incansable búsqueda de la libertad. Todo esto a caballo entre Brasil y Alemania... y con un sentido de la narración (y ahí está el problema) exageradamente fragmentado y elíptico. Se trata, obviamente, de que el espectador sea parte activa de la experiencia; de que reconstruya el fuera de campo. Pero el reto pasa a no interesar antes de que haya terminado el primer acto. Pasa a irritar antes de llegar a la mitad del segundo. Hagan las cuentas para el tercero. Una cosa es dejar que la audiencia tenga espacio para respirar, otra muy diferente es abandonarla muerta de hambre. Aïnouz se siente demasiado cómodo en lo segundo, y así todo se hace incomprensible. Desesperantemente impenetrable.


Breve pausa. ¿Cómo nos hemos recuperado? Regodeándonos en uno de los pocos placeres sobre los que la organización, afortunadamente, todavía no ha logrado poner sus manazas: el comer. Como los efectos de El sueño (irregularísimo documental multidisciplinar y afectadamente sinestésico, firmado por Franc Aleu en que se demuestra que los hermanos Roca, de el Celler de Can Roca, viven en una esfera a años luz de nuestro planeta) estaban todavía latentes en mi subconsciente, he decidido arriesgarme y probar suerte con la cocina molecular. Resulta que ayer me olvidé, en el congelador del hostal, una lata de aquel refresco que tantas pesadillas le causa a Fernando Alonso. Este mediodía, el descuido había estallado. Literalmente. Lejos de admitir mi culpa y pedir perdón por el desaguisado, he asegurado a los encargados del establecimiento que aquello era el resultado de un experimento totalmente premeditado y controlado. La nouvelle cuisine, a veces, requiere de mucha caradura. De modo que, tirando de maña y -mucha paciencia- he separado los trocitos de líquido solidificado del metal de su recipiente original, los he servido en un bol y lo he aderezado todo con un poco de la nieve de la esquina que. Hasta le he puesto nombre a la monstruosidad: “Hielo nuclear en fase REM”. Ideal para impresionar a los invitados... y para aguantar, lo más dignamente posible, el maldito Día infernal.

¿Qué reacciones ha suscitado la famosa creación? Por desgracia, ha llegado a mis oídos que a Ferran Adrià (invitado de honor en aquella apoteósica sesión de onanismo colectivo patrocinada por los Roca) mi experimento no le ha hecho ni puta gracia. Me cuentan que le ha ordenado a su paje que me haga llegar un mensaje, escrito por él mismo, e impregnado de su mismísima cólera. Me han adelantado ya que si es necesario, piensa a recurrir a los tribunales, que a ver qué coño me he creído, que cuando yo llevaba pañales él ya había escrito tres tesis doctorales sobre los efectos del nitrógeno líquido en las bebidas energéticas, que cuando yo iba al cole él ya cobraba sumas millonarias por un platito de cacahuetes en vinagre y nocilla, que la patente de la esferificación de la torina es suya y solo suya, que cuando me ponga las manos encima va a hacerme vomitar cada trocito congelado y que lo que salga de mi boca irá directito a su laboratorio, para facturárselo, algún día, al primer cretino que se siente en su mesa. Demoníaco...

¿Dónde ha reaparecido el infierno? En la Sesión del Diablo. Todos los caminos llevaban ahí. Programada a la hora de la digestión (¿se acuerdan de la mala saña?), Stratos ha sido la traca final del horror. Dos horas y cuarto en las que la rabiosísima (y por esto imprescindible) cinematografía griega del post-apocalipsis económico tenía la ocasión de lucirse... pero en las que se ha estampado tan contundentemente que hasta parecía que ésta fuera su intención desde el principio. Yannis Economides nos presenta a un atípico asesino a sueldo que aparte de no errar nunca un solo tiro, intenta reconciliarse con lo que nosotros entendemos por “normalidad” trabajando en una fábrica de galletas. Hay mucho más, pero en realidad no. Las miserias humanas salen a la luz en una jungla urbana que supuestamente cobija un relato criminal con vocación de -devastadora- denuncia social. Ni por asomo. Las vivencias de este sicario tristón son un aburrido y reiterativo mosaico de la amenaza vacía, del insulto inofensivo, del intento-de mirada fulminante... de la nada. La teoría de la relatividad se pone a prueba. Da la sensación de que ha pasado un día entero... y todavía no hemos llegado ni a la mitad de la película. Para cortarse las venas. Y los programadores, descojonados. Volviendo a Stratos, en el mejor de los casos, y gracias a sus diálogos de ameba, es una sesión intensiva de lengua griega moderna. A lo “Big Muzzy”, pero en versión adulta. Por ejemplo...

¿Qué palabra griega he aprendido hoy? “Malakas” Es como el verbo “pitufar”, puede emplearse en casi cualquier frase / situación. Significa “tío”, “colega”, “hombre”, “gilipollas”, “cabrón”... lo que sea. Al gusto del consumidor.


Osómetro: Pasapalabra. Desterradas y enterradas las posibilidades de mojar tanto para Aladag, como para Aïnouz, como para Economides. Adiós. No vuelvan, no se molesten.

Via:Cinemania

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