sábado, 30 de agosto de 2014

Fronkonstein, supongo: 40 años de ‘El jovencito Frankenstein’

Un actor deprimido, un director en estado de gracia, un par de aldabas y mucho amor por un monstruo clásico. La historia detrás de una de las mejores comedias de la historia.

El jovencito Frankenstein

Ni la brisa marina de la playa de Westhampton en Nueva York consolaba la tristeza del actor Gene Wilder durante el verano de 1972. Le había entrado uno de esos clásicos arrebatos de pesadumbre que tan a menudo afectan a los cómicos, y que han acuñado la expresión “payaso triste”. Estaba tan apenado como el Doctor Ross, su personaje en Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo (y no se atrevió a preguntar) cuando el pastor armenio Stabros se lleva a su amada ovejita Daisy. Se sentía ninguneado por la industria y su segundo matrimonio pasaba por malos momentos. Como terapia, escribía. En un papel emborronó un título (“El jovencito Frankenstein”) y escribió dos hojas de sinopsis… El Monstruo más divertido de la historia había visto la luz.

Al menos así lo cuenta Gene Wilder en sus memorias. El actor ha resultado una persona algo más fiable que el simpático mentiroso que es su socio de carcajadas y director del filme, Mel Brooks. Gene y Mel se conocían desde hacía tiempo, concretamente desde que Mel cortejaba a su futura esposa, Anne Bancroft, de teatro en teatro de Broadway: “cada noche me daba consejos sobre cómo debía interpretar mi papel en Madre coraje y sus hijos, de Bertolt Brecht”, recuerda Wilder. De allí nació una amistad que llevó a Mel a reclutar a Gene como protagonista de su primera película, Los productores (1968) y a llamarle, tras el fracaso de El misterio de las 12 sillas (1970), para la tercera, Sillas de montar calientes (1974). A partir de aquí, empiezan las versiones contradictorias. Si hacemos caso a Mel Brooks, fue durante una pausa para el café cuando le sugirió a Gene que escribiera una historia sobre el nieto de Frankenstein. Según Wilder, fue su agente, Mike Medavoy, quien le pidió que trabajara en un guión en el que cupieran, además de Wilder, otros dos de sus representados Peter Boyle (el Monstruo) y Marty Feldman (Igor, digo “Aigor”). “Cuando Medavoy leyó el primer borrador, me llamó para decirme que creía que a Mel Brooks le podía interesar. Yo le contesté que no creía que algo que él no había ideado le llamará la atención. Al día siguiente Mel me llamó y me dijo: ‘¿En qué lío me has metido?’ Yo respondí: ‘En ninguno en el que no quieras figurar”.
“GENE WILDER ME DIJO QUE HARÍA LA PELÍCULA SÓLO SI YO NO ACTUABA EN ELLA: ‘EL GUIÓN ES MÍO Y NO QUIERO QUE LA ESTROPEES’. ÉSE ERA EL TRATO Y YO LO RESPETÉ” (MEL BROOKS)
Algunas pistas tenemos de la paternidad de la idea original. Como recodaba Mel Brooks en la revista Scenario: “Gene Wilder dijo que haría la película sólo si yo no actuaba en ella. ‘He escrito el guion, me gusta y no quiero que lo estropees saltándote la cuarta pared como haces siempre’. Ése era el trato y yo lo respeté”. En efecto, Brooks se limitó a tener un papelito y a hacer ruiditos. Todos los que pudo, eso sí: desde un lobo aullando al gato que maúlla al ser atravesado por un dardo.
Para Wilder, el proyecto tenía un cariz romántico: “De niño me impactaron mucho las películas de Frankenstein. Me lo pasaba en grande, pero además quería cambiar sus finales, para que acabaran como a mí me gustaría”. Para Brooks era algo sexual. “El monstruo nace de la rabia de un científico que es incapaz de hacer lo que cualquier mujer: dar a luz”. Para uno y otro había un factor sentimental. Enfrentarse a un mito como Frankenstein suponía repasar la práctica totalidad del árbol genealógico de ese cine de género con el que habían crecido estos dos hijos de pobres familias de inmigrantes rusos: los clásicos de la Universal como los de James Whale, con Boris Karloff y Elsa Lanchester pero también las parodias de Abbot y Costello. Se sentaron juntos y trabajaron en el guión durante siete meses, en base a una dieta compuesta por pastas de té e infusiones “para conseguir ese aire británico, para ponernos en el mismo modo mental que Mary Shelley”.
“LE DIJE AL DIRECTOR DE FOTOGRAFÍA QUE SE DESHICIERA DEL ZOOM Y LAS LENTES. ‘SE VERÁ BORROSO’, ME DIJO. ‘¡ESO ES LO QUE QUIERO!’, CONTESTÉ” (MEL BROOKS)
Ambos se complementaron a la perfección. Wilder se hizo un personaje a medida para su lucimiento y Brooks prosiguió en la senda de parodiar géneros que tanto éxito le había dado con Sillas de montar calientes. Tras conseguir el hito de ser el primer director en incluir chistes sobre aerofagia en esa película, Mel estaba lanzado, muy especialmente tras comprobar que se estaba convirtiendo en el éxito inesperado del año: “Nadie filmaba ya en blanco y negro, y no querían hacerlo. Pero, ¿cómo podías hacer un homenaje y una sátira de las películas de Frankenstein si no era en blanco y negro?”. En su decisión estética se ve por qué Brooks, siempre menospreciado por la crítica, es un realizador a tener en consideración: “Hablé con el director de fotografía, Gerald Hirschfeld, y le dije que se deshiciera del zoom y de otras novedades en las lentes. ‘Se verá difusa’, contestó. ‘¡Eso es lo que quiero, que parezca una película de James Whale!”. A ello colaboró también su uso de grandes angulares o el empleo del material original de atrezzo de las películas de Whale, que almacenaba Kenneth Strickfaden en su garaje. Su empecinamiento en el blanco y negro, inadmisible para Columbia, le lanzó a los brazos de Alan Ladd Jr. (hijo del malogrado intérprete de Raíces profundas), a la sazón máximo responsable de Fox. Ladd no lo dudó. Tampoco dudaría, dicho sea de paso, en producir otro gran éxito que, con el tiempo, sería debidamente parodiado por el iconoclasta Brooks: La loca historia de las galaxias. Además de desmitificador, Mel Brooks siempre ha reconocido, en documentales como el que rodó para la BBC en 2001 o en el episodio de American Masters de 2013, ser egocéntrico: “Nunca pienso en el espectador. Solo en mí. Si la broma me hace gracia, la incluyo”.
VAYA PAR… DE ALDABAS
Si el guión ya era de por sí tronchante, el rodaje fue un despiporre. Brooks tuvo que redoblar sus esfuerzos en su conocida como “regla de los 100 pañuelos” y convertirla en la “regla de los 200 pañuelos”. Como si de una escena de sexo se tratara, durante el rodaje solo podían estar los actores y el personal imprescindible. Eso sí, todo aquel que no apareciera en cámara debía sujetar un pañuelo… y morderlo en cuanto le entrara el ataque de risa. Aun así, algunas de las tomas eran imposibles de realizar: especialmente todas aquéllas en las que aparecía Igor, el gran Marty Feldman (“Soy el único actor que puede hacer cine de terror sin maquillaje”). La situación, según se cuenta, irritaba especialmente a Cloris Leachman (Frau Blücher), que acababa de ganar un Oscar como mejor actriz de reparto por La última película (1971).

El resto de problemas fueron de talla: unos zapatos de plataforma de 15 centímetros eran toda una pesadilla para el Monstruo, Peter Boyle. “Si te fijas bien, en algunas escenas Gene Wilder tiene que sujetar a Peter para que no se caiga”, contaba Brooks. Y luego estaba, claro, la rata: “Es sólo una rata”, decía el doctor en la película, pero se convirtió en el roedor más odiado del mundo cuando se escapó de su cuidador para espanto del personal femenino. Tan escurridizo era el animal como Gene Hackman: al actor, famosísimo ya por The French Connection, apenas sí se le reconoce bajo las barbas de Harold el Ciego. “Quería probar en la comedia, y le dimos ese papel que ni siquiera sale en los créditos”, comenta Brooks.

Rodaron en 45 días, pero podían haber acabado antes: el ambiente era tan bueno que Brooks no dejaba de inventarse nuevas escenas a sabiendas de que no las necesitaba. Llegó un momento en el que fue incapaz de seguir dilatando el final. Fue entonces cuando se encontró a Gene Wilder sollozando entre los decorados de 15.000 metros cuadrados en el estudio 5 de Fox. “No quería irse a casa, pero le dije a Gene que nos habíamos quedado sin decorados y sin personajes, que igual podía hablar con la autora, esa tal Mary Shelley que había muerto en 1851…”. Wilder lo recuerda en sus memorias con idéntica amargura: “Estaba terriblemente triste. No quería dejar Transilvania, no quería volver a casa”. Fuera, su vida era bastante más tenebrosa que en el castillo de Frankenstein: tras años de desencuentros, por fin se divorciaría de su segunda mujer, Mary Joan Schutz. El payaso triste, sin embargo, podía estar contento. Como afirma Brooks, “si el cénit de Shakespeare es Hamlet, el de Gene Wilder es El jovencito Frankenstein”.
Via:CINEMANIA

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