Un actor deprimido, un director en estado de gracia, un par de aldabas y
mucho amor por un monstruo clásico. La historia detrás de una de las
mejores comedias de la historia.
Ni la brisa marina de la playa de Westhampton en Nueva York consolaba la tristeza del actor Gene Wilder
durante el verano de 1972. Le había entrado uno de esos clásicos
arrebatos de pesadumbre que tan a menudo afectan a los cómicos, y que
han acuñado la expresión “payaso triste”. Estaba tan apenado como el Doctor Ross, su personaje en Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo (y no se atrevió a preguntar) cuando el pastor armenio Stabros
se lleva a su amada ovejita Daisy. Se sentía ninguneado por la
industria y su segundo matrimonio pasaba por malos momentos. Como
terapia, escribía. En un papel emborronó un título (“El jovencito Frankenstein”) y escribió dos hojas de sinopsis… El Monstruo más divertido de la historia había visto la luz.
Al menos así lo cuenta Gene Wilder en sus memorias. El actor ha
resultado una persona algo más fiable que el simpático mentiroso que es
su socio de carcajadas y director del filme, Mel Brooks. Gene y Mel se conocían desde hacía tiempo, concretamente desde que Mel cortejaba a su futura esposa, Anne Bancroft, de teatro en teatro de Broadway: “cada noche me daba consejos sobre cómo debía interpretar mi papel en Madre coraje y sus hijos, de Bertolt Brecht”, recuerda Wilder. De allí nació una amistad que llevó a Mel a reclutar a Gene como protagonista de su primera película, Los productores (1968) y a llamarle, tras el fracaso de El misterio de las 12 sillas (1970), para la tercera, Sillas de montar calientes
(1974). A partir de aquí, empiezan las versiones contradictorias. Si
hacemos caso a Mel Brooks, fue durante una pausa para el café cuando le
sugirió a Gene que escribiera una historia sobre el nieto de
Frankenstein. Según Wilder, fue su agente, Mike Medavoy, quien le pidió que trabajara en un guión en el que cupieran, además de Wilder, otros dos de sus representados Peter Boyle (el Monstruo) y Marty Feldman (Igor, digo “Aigor”).
“Cuando Medavoy leyó el primer borrador, me llamó para decirme que
creía que a Mel Brooks le podía interesar. Yo le contesté que no creía
que algo que él no había ideado le llamará la atención. Al día siguiente
Mel me llamó y me dijo: ‘¿En qué lío me has metido?’ Yo respondí: ‘En
ninguno en el que no quieras figurar”.
“GENE WILDER ME DIJO QUE HARÍA LA PELÍCULA SÓLO SI YO NO ACTUABA
EN ELLA: ‘EL GUIÓN ES MÍO Y NO QUIERO QUE LA ESTROPEES’. ÉSE ERA EL
TRATO Y YO LO RESPETÉ” (MEL BROOKS)
Algunas pistas tenemos de la paternidad de la idea original. Como recodaba Mel Brooks en la revista Scenario:
“Gene Wilder dijo que haría la película sólo si yo no actuaba en ella.
‘He escrito el guion, me gusta y no quiero que lo estropees saltándote
la cuarta pared como haces siempre’. Ése era el trato y yo lo respeté”.
En efecto, Brooks se limitó a tener un papelito y a hacer ruiditos.
Todos los que pudo, eso sí: desde un lobo aullando al gato que maúlla al
ser atravesado por un dardo.
Para Wilder, el proyecto tenía un cariz romántico: “De niño
me impactaron mucho las películas de Frankenstein. Me lo pasaba en
grande, pero además quería cambiar sus finales, para que acabaran como a
mí me gustaría”. Para Brooks era algo sexual. “El monstruo nace de la rabia de un científico que es incapaz de hacer lo que cualquier mujer: dar a luz”.
Para uno y otro había un factor sentimental. Enfrentarse a un mito como
Frankenstein suponía repasar la práctica totalidad del árbol
genealógico de ese cine de género con el que habían crecido estos dos
hijos de pobres familias de inmigrantes rusos: los clásicos de la
Universal como los de James Whale, con Boris Karloff y Elsa Lanchester pero también las parodias de Abbot y Costello. Se sentaron juntos y trabajaron en el guión durante siete meses, en base a una dieta compuesta por pastas de té e infusiones “para conseguir ese aire británico, para ponernos en el mismo modo mental que Mary Shelley”.
“LE DIJE AL DIRECTOR DE
FOTOGRAFÍA QUE SE DESHICIERA DEL ZOOM Y LAS LENTES. ‘SE VERÁ BORROSO’,
ME DIJO. ‘¡ESO ES LO QUE QUIERO!’, CONTESTÉ” (MEL BROOKS)
Ambos se complementaron a la perfección. Wilder se hizo un personaje a
medida para su lucimiento y Brooks prosiguió en la senda de parodiar
géneros que tanto éxito le había dado con Sillas de montar calientes.
Tras conseguir el hito de ser el primer director en incluir chistes
sobre aerofagia en esa película, Mel estaba lanzado, muy especialmente
tras comprobar que se estaba convirtiendo en el éxito inesperado del
año: “Nadie filmaba ya en blanco y negro, y no querían hacerlo.
Pero, ¿cómo podías hacer un homenaje y una sátira de las películas de
Frankenstein si no era en blanco y negro?”. En su decisión estética se ve por qué Brooks, siempre menospreciado por la crítica, es un realizador a tener en consideración: “Hablé
con el director de fotografía, Gerald Hirschfeld, y le dije que se
deshiciera del zoom y de otras novedades en las lentes. ‘Se verá
difusa’, contestó. ‘¡Eso es lo que quiero, que parezca una película de
James Whale!”. A ello colaboró también su uso de grandes
angulares o el empleo del material original de atrezzo de las películas
de Whale, que almacenaba Kenneth Strickfaden en su garaje. Su empecinamiento en el blanco y negro, inadmisible para Columbia, le lanzó a los brazos de Alan Ladd Jr. (hijo del malogrado intérprete de Raíces profundas),
a la sazón máximo responsable de Fox. Ladd no lo dudó. Tampoco dudaría,
dicho sea de paso, en producir otro gran éxito que, con el tiempo,
sería debidamente parodiado por el iconoclasta Brooks: La loca historia de las galaxias.
Además de desmitificador, Mel Brooks siempre ha reconocido, en
documentales como el que rodó para la BBC en 2001 o en el episodio de American Masters de 2013, ser egocéntrico: “Nunca pienso en el espectador. Solo en mí. Si la broma me hace gracia, la incluyo”.
VAYA PAR… DE ALDABAS
Si el guión ya era de por sí tronchante, el rodaje fue un despiporre.
Brooks tuvo que redoblar sus esfuerzos en su conocida como “regla de
los 100 pañuelos” y convertirla en la “regla de los 200 pañuelos”. Como
si de una escena de sexo se tratara, durante el rodaje solo podían estar
los actores y el personal imprescindible. Eso sí, todo aquel que no
apareciera en cámara debía sujetar un pañuelo… y morderlo en cuanto le
entrara el ataque de risa. Aun así, algunas de las tomas eran imposibles
de realizar: especialmente todas aquéllas en las que aparecía Igor, el
gran Marty Feldman (“Soy el único actor que puede hacer cine de terror sin maquillaje”). La situación, según se cuenta, irritaba especialmente a Cloris Leachman (Frau Blücher), que acababa de ganar un Oscar como mejor actriz de reparto por La última película (1971).
El resto de problemas fueron de talla: unos zapatos de plataforma de
15 centímetros eran toda una pesadilla para el Monstruo, Peter Boyle. “Si te fijas bien, en algunas escenas Gene Wilder tiene que sujetar a Peter para que no se caiga”, contaba Brooks. Y luego estaba, claro, la rata: “Es sólo una rata”,
decía el doctor en la película, pero se convirtió en el roedor más
odiado del mundo cuando se escapó de su cuidador para espanto del
personal femenino. Tan escurridizo era el animal como Gene Hackman: al actor, famosísimo ya por The French Connection, apenas sí se le reconoce bajo las barbas de Harold el Ciego. “Quería probar en la comedia, y le dimos ese papel que ni siquiera sale en los créditos”, comenta Brooks.
Rodaron en 45 días, pero podían haber acabado antes: el ambiente era
tan bueno que Brooks no dejaba de inventarse nuevas escenas a sabiendas
de que no las necesitaba. Llegó un momento en el que fue incapaz de
seguir dilatando el final. Fue entonces cuando se encontró a Gene Wilder
sollozando entre los decorados de 15.000 metros cuadrados en el estudio
5 de Fox. “No quería irse a casa, pero le dije a Gene que nos
habíamos quedado sin decorados y sin personajes, que igual podía hablar
con la autora, esa tal Mary Shelley que había muerto en 1851…”. Wilder lo recuerda en sus memorias con idéntica amargura: “Estaba terriblemente triste. No quería dejar Transilvania, no quería volver a casa”.
Fuera, su vida era bastante más tenebrosa que en el castillo de
Frankenstein: tras años de desencuentros, por fin se divorciaría de su
segunda mujer, Mary Joan Schutz. El payaso triste, sin embargo, podía estar contento. Como afirma Brooks, “si el cénit de Shakespeare es Hamlet, el de Gene Wilder es El jovencito Frankenstein”.
Via:CINEMANIA
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