La cinta, que también servía para adaptar el relato homónimo que la escritora inglesa Dodie Smith había publicado en 1956, no sólo daba comienzo a la cuenta atrás de esa terna con la que el visionario artista cerraría su singularísima aportación a la historia del séptimo arte, sino que servía para abrir una nueva etapa en la compañía. Una etapa que, como iremos viendo a lo largo de las diez próximas entregas de este especial, supuso un paulatino descenso en la calidad del “producto Disney” hasta cotas que, de haber vivido su creador, seguro que no se hubieran alcanzado.
Un nuevo concepto de animación para una nueva etapa
Uno de los principales y más costosos problemas con los que los animadores de la casa se habían encontrado desde que el estudio comenzó a producir largometrajes tres décadas atrás había sido trasladar los dibujos a lápiz de los artistas a los acetatos, con la consiguiente ralentización del proceso que implicaba, no sólo el tener que “calcarlos” sino aplicarles el color a base del uso de múltiples tintas. Todo ello iba a acabar con esa revolucionaria máquina patentada por Xerox que fue la fotocopiadora, una máquina que Ub Iwerks, uno de los técnicos de Disney, no tardó en adaptar a las necesidades de los animadores.
Ya no había que perder tiempo y esfuerzo en trasladar uno por uno los fotogramas a los acetatos cuando se podían hacer directamente fotocopias de los mismos sobre el material transparente. Además, el invento de Xerox aportaba una frescura a los dibujos de la que antes carecían al estar directamente reproducidas de los originales de los animadores. Pero claro, todo pro tiene inevitablemente su contra y, en el caso que nos ocupa, la desventaja que planteaba esta nueva técnica sería la que marcaría a fuego los largometrajes de la compañía en los años por venir.
Poco afinada en estos primeros tiempos de existencia, la fotocopiadora no era capaz de captar la sutileza y la perfección en el trazo a la que, tras años de formación y experimentación, habían llegado los artistas de Disney y ello obligaba, sí o sí, a que los dibujos que se trasladaban a los acetatos por ésta técnica tuvieran que estar delimitados por líneas muy gruesas, dejando de lado de un plumazo la grácil sutileza que habíamos podido observar hasta entonces en los clásicos de los estudios y, como decía, dando apertura a una fase en la que la animación se iría cuidando cada vez menos.
Una villana de armas tomar
Considerando que ’101 dálmatas’ es el primer estadio en ese proceso de empobrecimiento de formas que cada vez acusarán mayor grado las producciones de la casa, podemos estar hablando aún de un filme cuya animación, sin poderse poner a la altura de los grandes títulos de la compañía —y no hace falta que recite cuáles son, de sobra los conocéis ya— todavía mantiene algunos de los valores que habían hecho grandes a aquellos filmes que lo precedían, atesorando momentos inolvidables y, por supuesto, una de las villanas más recordadas de cuántas ha tenido un filme Disney.
Última de las “brujas malas” con las que contaría una cinta de la productora hasta que en 1989 las retomaran con la Úrsula de ‘La sirenita’ (‘The Little Mermaid’, Ron Clemens y John Mushker), el personaje de Cruella de Vil es de esos que, entrando como un torbellino en escena, roban protagonismo y acaparan la atención del espectador cada vez que aparece en pantalla, un hecho a los que no son ajenos ni su fabuloso diseño, obra y gracia del gran Marc Davis —que mezcló, según llegó a afirmar, a Talullah Bankhead con Bette Davis y Rosalind Russell— ni la arrebatadora labor de su actriz original de doblaje.
Un tándem de factores a los que viene a reforzar el carácter caprichoso y altivo de una mujer a la que odiamos de forma casi inmediata —bien que se ocupa de ello la primera escena en la que prorrumpe en pantalla— y que, para colmo, cuenta con una de las canciones más pegadizas de cuántas han formado parte de un filme Disney, esa ‘Cruella de Vil’ que primero descubrimos en la melodía a piano y trombón “interpretada” por el personaje de Roger y al que éste no tardará en poner la más sarcástica de las letras. Imposible no tararearla si se escuchan sus primeras notas.
‘101 dálmatas’, clásico a medias
Villana al margen, y aún teniendo en cuenta, como decía más arriba, que es éste el primer paso en el uso de las nuevas técnicas de animación —o casi nuevas, los estudios Fleischer ya habían hecho uso de similares formas durante los años treinta—, que ‘101 dálmatas’ comienza a aquejar ciertas dolencias que contraponer a sus virtudes es una verdad de esas de las que, hasta cuando uno es pequeño y las películas de dibujos son un mundo en el que perderse, es difícil escapar.
Con una temática que envuelve a canes, la normal comparación con ‘La dama y el vagabundo’ (‘Lady and the Tramp’, Clyde Geronimi, Wilfred Jackson y Hamilton Luske, 1955) sirve para desvelar las muchas carencias que la animación de los esquemáticos fondos de éste filme tiene para con aquél que la compañía había estrenado seis años antes, un mal que, poco perceptible al comienzo del metraje, se va haciendo cada vez más notable conforme transcurre éste y lo que determina el segundo plano de la animación son manchas de color sin ningún tipo de profundidad.
Afortunadamente, y aunque nunca quedó del todo contento con los resultados, Walt Disney todavía estaba ahí para dotar a la cinta de cierto candor y a algunos de sus personajes del suficiente carisma como para hacerlos inolvidables, una característica ésta que mucho tiene que ver con el buen ritmo de la historia y que compensa las carencias del acabado visual para terminar conformando este clásico de la compañía que, aun a medias, es una buena muestra —la última en muchos años— de lo que debía ser una película con el sello Disney.
Via.blog de cine
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