¿Cómo era trabajar de guionista en una productora audiovisual española? Como trabajar en una mina, pero sin las partes buenas. Por ALBERTO LÓPEZ
El aspirante a guionista pasó los primeros veintitantos años en una ciudad dormitorio del sur de Madrid. Años felices que transcurrieron entre colegios públicos con profesores de pasado hippy, bocadillos de paté La Piara, fútbol en el descampado que había detrás de su casa y veranos en Torrevieja. ¿Lo más destacado de esos años? Verle a Sabrina las tetas en el especial de Nochevieja de 1987.
Los cinco años en la universidad fueron simple compás de espera antes de sumergirse en el proceloso mundo laboral de finales de los años noventa. Entre otras cosas fue empaquetador de hamburguesas en un Burger King, repartidor de publicidad y mascota navideña en unos grandes almacenes. Tuvo que soportar quemaduras, jefes con retraso mental, sueldos ridículos y horarios de trabajo demenciales. La Generación X, la generación "más preparada de la historia de España" no le hacía ascos a nada.
Una noche un amigo le convenció para ir una noche a la sala Garibaldi, un club de monologuistas. Ese día actuaba un jovencito Flipy. También estaba Agustín Jiménez y un tío bajito con gafas enormes que cantaba "Me huele el pito a canela", un tal Alejandro Tejería que hacía cortos con otro, un tal Nacho Vigalondo. El aspirante a guionista no tenía ni puta idea de quiénes eran todos esos frikis. Pero viéndoles pensó que él lo podría hacer mejor. Se propuso escribir un monólogo. Y eso que él los odiaba. Odiaba los putos monólogos. En España no sabemos hacer un buen monólogo igual que no sabemos construir naves espaciales o un sistema educativo decente. Simplemente no es lo nuestro. Nosotros sabemos hacer otras cosas. Dadnos un paraje virgen del litoral y lo destruiremos en seis meses. Ahí somos imparables. O en maltrato y vejación de animales. Aquí somos los putos amos. Lanzamiento de cabras desde campanarios, alanceamientos de toros, abandono de perros... Aquí lo petamos.
En el monólogo hacía reflexiones supuestamente graciosas sobre viajar en avión. Ya sabéis: que si nos pierden las maletas, que si la comida está muy mala, que si los de Ryanair son unos cabrones... Hilarante. Cuando lo tuvo escrito pensó "¿Y ahora qué?". Volvió al club y le pasó el monólogo a uno de los monologuistas que le habían parecido más simpáticos, un venezolano. El tío le miró con cara de "esto se lo va a leer tu puta madre". Sin embargo, cogió las dos tristes hojas de papel grapadas que el aspirante a guionista le ofrecía y le dijo que ya le llamaría. Lo hizo dos semanas después. Le había gustado. Había que pulir algunas cosas pero el texto tenía potencial. Quería comprárselo. Fantástico, pensó el aspirante a guionista, y escribió más monólogos. Un día los juntó todos, los encuadernó y los envió con toda la inocencia del mundo a P.M., el director del programa de monólogos más conocido de la televisión. Los dioses debían de estar de su lado porque cuatro días después P.M. le llamaba y le ofrecía ser guionista el programa.
¿Cómo era trabajar de guionista en una productora audiovisual española? Como trabajar en una mina, pero sin las partes buenas. Ser guionista en España es fácil: solo necesitas una mesa, un ordenador y un psiquiatra. Parafraseando a Shakespeare, trabajar de guionista en España es una historia llena de ruido y furia contada por un idiota. El guionista escribió muchos de los guiones de vuestras series y programas favoritos. Todos sin excepción una puta mierda. ¿Teníamos la ficción que nos merecíamos? No. El guionista creía que con Franco y Cobi ya habían tenido suficiente castigo. Bajo la consigna "escribe algo que lo entienda mi abuela" los curritos de la palabra se someten como putas a los caprichos idiotas de los directivos de las cadenas y sus perritos falderos: los ejecutivos de cuentas. Pero, ojo, en su momento nadie se quejaba. Pagaban bien... ¿Cuánto? Digamos que mucho menos que a un actor y un poco más que un malabarista cojo indostaní. Y el trabajo era fácil. El guionista aprendió que escribir un guión consiste en un 5% de talento, un 5% de esfuerzo y un 90% de fuerza de voluntad para desconectar Internet.
Con el dinero que ganaba el guionista pudo independizarse y salir de casa de sus padres. Primero compartió piso y un año después se fui a vivir solo a un piso en Malasaña. Vivió la dolce vita en todo su esplendor. Fue a fiestas, se lió con becarias y lo más importante: hizo de la FNAC su segunda casa.
Hasta que un día la fiesta se acabó.
Llegó la crisis. El dinero dejó de manar y gran parte del sector audiovisual español se fue a la puta calle. Por supuesto los mediocres, pelotas e imbéciles sin talento siguieron en sus puestos. Al principio el guionista no se preocupó. De hecho se alegró. Pensaba que le vendría bien un tiempo de descanso después de tantos años trabajando duro. Vale, no de trabajo duro pero sí de coger metros para ir a trabajar a polígonos industriales en el culo del mundo. Se dijo a sí mismo que le vendría bien este periodo de ocio, este tiempo de reflexión. Leería, viajaría y se apuntaría a cursos de cocina. Este autoengaño duró seis meses. Cuando se le acabó el paro y dejó de tener ingresos fijos la "reflexión" que tenía en mente era "quiero trabajar YA". Pero nada, no había manera. Pasó 2010, pasó 2011 y la crisis seguía. Sus ahorros menguaron hasta extremos alarmantes y solo gracias a los periódicos ingresos de la bendita SGAE y a alguna chapucilla ocasional pudo sostenerse durante esos meses. Hasta que llegó un momento que ni siquiera la SGAE le pudo salvar. El guionista pensó en emigrar. A Estados Unidos. Allí siempre hay plazas vacantes en el servicio doméstico...
Mientras hacía cola en el Día para comprar una lata de atún el guionista pensó si merecía la pena ser guionista en España.
"Sí, merece la pena. De algo hay que morir".
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