Hay días que no tienen palabras, y hay días que obligan a llenarlas. La del fallecimiento de Philip Seymour Hoffman
es la peor de las noticias posibles. La noticia ha aparecido primero en
el Wall Street Journal y los detalles de su muerte, al parecer debida al consumo de drogas, dejan una noche triste para la cinefilia.
Hay muy pocos actores que merezcan una película por su sola
presencia. No son esos actores reclamo necesariamente, aunque no voy a
negar ahora esa evidencia del encanto de las estrellas. Pero Philip
Seymour Hoffman no era uno de esos actores, sino un actor icónico,
inmenso, capaz de dominar todos los registros e incluso de hacerlos
fáciles, posiblemente el mejor de toda su generación.
Para mi su carrera empieza con aquella atropellada y curiosa aparición breve en ‘Hannah y sus hermanas’ (Hannah and her sisters, 1986) donde interpreta al atribulado ayudante de Woody Allen.
Por supuesto, Seymour Hoffman protagonizó muchos (y muy variados) roles
en su carrera, y lo peor de todo, es que creo haber sido testigo de
muchos de ellos en esta edad primeriza de la cinefilia que no creo haber
dejado atrás.
Cuando cumplí dieciocho años, recuerdo ver con curiosidad y algo de morbo ‘Capote’
(id, 2006) en la que interpretaba al escritor norteamericano al que da
título la película durante el proceso de escritura del polémico A sangre fría.
Hoffman no hizo de Capote un simple amanerado, aunque en su
interpretación hubiera captado, perfectamente, además, los tics del
habla del autor. Hoffman da al personaje el exacto punto de Fausto
perdido que busca la película y lo consigue con una facilidad pasmosa.
Ese mismo año, fue el villano de ‘Misión Imposible 3’
(Mission: Impossible 3, 2006) resultando el más carismático y
memorables de todos los antagonistas que ha combatido el agente Ethan
Hunt que ha interpretado Tom Cruise. Me sorprendió
Hoffman: como era capaz de hacer del histrionismo carismático de un
villano al límite, al grito inolvidable de ¡Dónde está la pata de
conejo!, compatible con una carrera llena de grandes dramas que eran,
por supuesto, estudios de personaje.
A ese respecto, recuerdo ‘La Duda’ (Doubt, 2008) un
drama de John Patrick Shanley. O en la única película, de momento, como
director de Charlie Kaufmann, la obra maestra elegíaca ‘Synecdoche Nueva York’ (id, 2008) o en ‘Antes que el diablo sepa que has muerto’ (Before the Devil knows you’re dead, 2006), la despedida, a lo grande, de Sidney Lumet.
Incluso levantaba películas menores, como aquel desenfadado guión de Aaron Sorkin que Mike Nichols rodó llamado ‘La guerra de Charlie Wilson’ (Charlie Wilson’s War, 2007) donde interpretaba una suerte de gañán, pendenciero y entrañable agente de la CIA que podía resolver conflictos a la mínia.
No me olvido, claro está, de su colaboración con directores
independientes. Feroz estaba interpretando a uno de los monstruos
corrientes y frágiles de Todd Solondz en ‘Happiness’ (id, 1997) y su colaboración con Paul Thomas Anderson bien merece el calificativo de memorable y ya mítica. Comenzó con la primera película, ‘Sidney’ (Hard Eight, 1996) y alcanza hasta ‘The Máster’
(id, 2012). Para Anderson, Hoffman ha sido todo: secundario cómico o
brutal, contrapunto dramático y de ternura, y antagonista carismático,
de alargada sombra wellesiana.
Se ha muerto Hoffman. No he creído nunca en el refrán de “hace honor a
esta profesión”, precisamente porque lo que hace Hoffman no es dar mayor
honor a una actividad – la actuación en este caso – pues eso ya lo
tienen todos los que trabajan concienzudamente en ella. Lo que hace
Hoffman es atravesar los límites de dignidad y honor para entrar en los
de la leyenda, el talento, lo irrepetible.
El conocimiento, inesperado y además desagradable, melancólico,
también injusto, de que ya nunca más me sentaré a ver una nueva película
de este titán hace que la sala de cine sea un lugar más solitario, más
lleno de pasado, un pasado de repente sucedido, en el que Hoffman estaba
y seguía sorprendiendo con sus roles. Su carrera es rica, llena de
riesgo, prestigio, papeles que nadie esperaba y un poderío que parecía
competir con el de los más brillantes directores por los que fue
dirigido.
Pero no era solamnte eso. Un actor tiene que saber elegir. Escoger
qué papeles son más fáciles para su lucimiento y qué otros son retos
para sus registros. Y Hoffman eligió muy bien, algo rarísimo, y eligió
consecuentemente, un tipo de cine independiente al que nunca fue
desleal, en detrimento de otros trabajos más alimenticios. Hoffman
levantaba planos enteros o los sostenía, Hoffman era, en fin, aquella
definición literal de “actorazo” con la que vamos manteniendo vigente la
palabra.
Via:blog de cine
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