jueves, 16 de enero de 2014

Sundance 2014: Guía de supervivencia

A pesar de la malvada alineación de astros, ponemos los pies por fin en suelo americano. Ahora sí. Última oportunidad para respirar hondo y repasar las lecciones vitales que permitan la supervivencia en Sundance. Por VÍCTOR ESQUIROL

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Durante la tiránica era Miramax, una de las muchas cosas que los hermanos Weinstein parecían saber mejor que nadie era que en este mundo hay dos tipos de personas: las que van directas del punto A al punto B y las que para hacer el mismo recorrido pasan antes por todas las letras del abecedario. En el seno de su mítica productora / distribuidora, los vuelos directos eran un lujo sólo al alcance de los peces gordos (esto es, de Harvey y de Bob); el resto de mortales se veía irremediablemente abocado a la penitencia de las escalas. Bien para la contabilidad... no tanto para el estrés.
Vale. Por su parte, el amable personal de las aduanas estadounidenses divide el mundo en dos categorías diferentes: Americanos (AKA “yankees”, consideración con la que a veces son honrados los ciudadanos canadienses) y “Resto del mundo”. Los segundos somos obviamente los que pringamos. La espera para pasar cada control de seguridad / documentación dedicado a los “Extranjeros” se cuenta por horas. Hay tiempo para todo... menos para sacar fotos de tan agradable situación. Prohibidísimo inmortalizar el momento, pues no hay que dar al futuro turista desprevenido más información de la que necesita.
Sumamos estos dos primeros puntos y extraemos la primera moraleja de esta historia: si alguna vez se ve usted obligado a ir a ese culo-del-mundo llamado Salt Lake City, planifique el viaje con la máxima antelación posible. Trate de dejar al azar fuera de la ecuación, si no aténgase a las consecuencias, que en esta ocasión se traducen, en el mejor de los casos, en carreras por los aeropuertos al estilo familia McCallister (lo cual es divertido... cuando se recuerda, no cuando se vive). En el peor de los casos, toca dirigirse al encargado de turno de la compañía aérea y sacar el máximo partido de ese mantra tan estadounidense en el que se ha convertido el "I’m gonna sue you!" (en cristiano: "¡Te voy a demandar!"). Y que sea lo que Star Alliance -oops- quiera.
Una vez llegados a Park City (que es el ojete-del-ojete-del-mundo), el panorama mejora notablemente. Uno se da cuenta de que la gente que hace posible el festival de Sundance se divide también en dos clases: los que cobran y los que, simplemente, no. El papel que juegan los voluntarios es, como sucede con el resto de grandes certámenes, fundamental... sólo que en casa de Robert Redford, éste (por aspectos cuantitativos y cualitativos) se nota más que en cualquier otra parte. ¿Necesita encontrar una parada de autobús? ¿Un taxi? ¿Una entrada de última de hora? ¿Un buen sitio para ir a comer? ¿Se siente solo y necesita a alguien con quien hablar? No hay más que buscar a uno de los pardillos con chaleco rojo. Los que vuelven a casa con los bolsillos vacíos, vaya. Más indie, imposible. Esto (helarse en el invierno de Utah por la simple satisfacción de ayudar a los novatos) es amor al arte... lo otro son festivales de cine.
Hablando de lo nuestro, las salas de proyección tienen también su propia concepción del mundo, pues en ellas se reúne gente también de dos tipos: los que toman palomitas con mantequilla y los que prefieren la mantequilla fundida con un poco de palomitas. En Estados Unidos abundan los segundos, lo cual, por pura curiosidad, es simpático. Al cabo de cuatro días, eso sí, la broma se hace excesivamente pestilente. Las pinzas para la nariz acaban siendo pues otro ítem imprescindible para el asiduo a Sundance con poca tolerancia a las grasas saturad(ísim)as en el aire.
La organización nunca ha tenido en cuenta éste último utensilio, quizás porque la costumbre nos hace olvidar lo obvio. Y es que treinta años lidiando con maíz mantequilloso son muchos. Quizás demasiados. Lo mismo sucede con el mal de altura (Park City está a más de 2000 metros por encima del nivel del mar) y con el frío. Lo primero es fácilmente solventado con una botellita y un mapa donde están marcados los “Puntos de hidratación”. “Bebe continuamente, aunque no tengas sed. Esto ayudará al organismo a mitigar la falta de oxígeno”. El agua, ciertamente, es vida, y aquí, por lo visto, lo es todavía más. El problema de las bajas temperaturas ni llega a tal consideración: “Le recomendamos encarecidamente que vaya caminando a todos los sitios”. El hecho de que el año pasado se llegaran a registrar mínimas de -30º parece no importarle a nadie. Es más resulta que acaba convirtiéndose en la excusa perfecta para la elección de estas fechas: “¿Qué mejor sitio que una sala de cine para entrar en calor?” Touché.
Lo cual nos deja con el último problema. La actividad en Sundance dura hasta media noche (la peliculera, se entiende, porque la farrera se prolonga en glorioso non-stop). Pobre del que aguante hasta tan tarde y no haya podido costearse un alojamiento en Park City (que por norma general, en esta época rondan unos precios ridículamente caros). A él (es decir, a mí), les espera un panorama similar al que se encontró Zazú cuando Simba y Nala pararon de cantar: la más amarga soledad, rematada por el gigantesco culo de aquel rinoceronte. Y el mal de altura... y el frío. El último bus sale a las siete de la tarde, y de nuevo, la distancia que separa el punto A del B vuelve a antojarse insalvable. Se siente. Buena suerte regateando con los taxistas... y dé gracias por estar en el país donde Jack Kerouac sigue siendo un Dios. Un segundo, ¿esto del autoestop es legal en este estado? A saber. No pregunte, que como dijo aquel sabio, a veces más vale pedir perdón que permiso.

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