domingo, 10 de noviembre de 2013

Disney: 'Blancanieves y los siete enanitos', de David Hand


Blancanieves cartel

Casi ochenta años han pasado desde que ‘Blancanieves y los siete enanitos’ (‘Snowhite and the Seven Dwarfs’, David Hand, 1937) se estrenara con arrollador éxito en el Carthay Circle de Los Ángeles. Ochenta años desde que más de veinte millones de personas acudieran a las salas de cine a ver el primer largometraje animado en color de la historia del cine. Ocho décadas desde que, con las alas que le otorgó el que fue filme más taquillero de la historia hasta que llegó ‘Lo que el viento se llevó’ (‘Gone With the Wind’, Victor Fleming, 1939), Walt Disney asentara definitivamente el poderío que sus estudios han ido amasando hasta convertirse hoy en un apabullante conglomerado de incontables divisiones de negocio. Dieciséis lustros —quince y un año para ser exactos— en los que ‘Blancanieves…’ nunca ha dejado de ser referente inexcusable no sólo de la compañía o del cine de animación, sino de la historia del cine en términos genéricos.
Y es que hablar de ‘Blancanieves…’ es hacerlo de una cinta que ha trascendido el mero hecho cinematográfico para transformarse en un icono de inusitada fuerza capaz de sustituir de un plumazo en el imaginario colectivo al cuento en el que se basó —que muchas diferencias guarda con respecto al guión del filme, escrito a dieciséis manos—, estableciéndose como un hito por el que durante muchísimos años se midió la eficacia de una cinta de animación. Pero aproximarnos al filme que dió arranque a la cosmología Disneyana pasa de forma ineludible por contextualizar, aunque sea brevemente, la historia que llevaría a Walt Disney a cometer lo que muchos vieron en su momento como un suicidio empresarial.

Disney en corto y el ratón Mortimer

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Nacido en Chicago en 1901 —aunque quién no ha escuchado esa leyenda urbana que le otorga al cineasta su origen en el pueblo de Mojácar, en Almería—, Walt Disney fue, durante muchísimo tiempo, la imagen precisa e ideal del american-way-of-life: encantador, discreto, buen americano, elegante, amable y conservador hasta la médula y, más importante que todo lo anterior, empresario hecho a sí mismo que de repartidor de periódicos llegó a levantar un imperio productor de billetes verdes que, hoy por hoy es, fuera de toda duda, el estudio con más poderío económico de la industria cinematográfica estadounidense.
Con una mínima formación en Bellas Artes, veintidós años y una cámara de animación de tercera mano que había tenido que pagar a plazos, Walt Disney llegaba a Hollywood acompañado de su hermano en 1923 dispuesto como fuera a alcanzar la gloria. Un camino que tan sólo un año después le permitiría fundar Walt Disney Productions, una compañía que tras unos comienzos algo titubeantes, logró un golpe de autoridad con la invención del que, desde entonces, ha sido icono más representativo de la major y personaje más popular del mundo según un estudio que una universidad norteamericana realizó hace ya unos años. Hablamos, cómo no, de Mickey Mouse, ese ratón al que puso nombre la esposa de Disney y que serviría al artista de trampolín para lo que estaba por llegar.
Abandonada su faceta de artista en la consecución de una férrea posición de hombre de negocios, Walt Disney comenzaría desde 1929 la que ha sido identificada por muchos historiadores como la Edad de Oro creativa de los estudios, un periodo de tiempo que llega hasta 1941 y que arranca con la cristalización de todo el bagaje artístico que hasta entonces habían acumulado los profesionales de la compañía en las legendarias ‘Silly Symphonies’, fábulas de animales y plantas rodadas en blanco y negro y con fuerte protagonismo musical que serán el perfecto campo de experimentación para ir avanzando a pasos agigantados en el mundo de la animación, consiguiendo Disney popularidad mundial y su primer Oscar en 1933 con ese icónico corto que es ‘Los tres cerditos’ (‘Three Little Pigs’, Burt Gillett).

Una empresa de locos

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Pero lo que hasta entonces había logrado, que no era poco, resultaba insuficiente para las ambiciones del “Mago de Burbank”, y un día de 1934 reunió a su equipo de colaboradores y les anunció la idea que los iba a mantener ocupados durante los tres años siguientes: tras haber descartado previamente varias posibilidades —que pasaban por nuevas incursiones en el universo de Lewis Carroll que añadir a las ya efectuadas con ‘Alice’s Wonderland’ (id, Walt Disney, 1923), por adaptar el ‘Rip Van Winkle’ de Washignton Irving o incluso por intentar llevar a la gran pantalla una popular opereta— el “tío Walt” se había decantado por la traslación de ‘Blancanieves y los siete enanitos’, cuento popular que los hermanos Grimm recuperaron en la recopilación de 202 relatos que llevaron a cabo durante trece largos años de duro trabajo.
Pero Disney no había tomado la decisión de convertir ‘Blancanieves…’ en su primer largometraje por amor al cuento sino porque, según sus biográfos, la primera película que el cineasta tuvo la oportunidad de ver, cuando contaba con quince años, fue ‘Snow White’ (id, J. Searle Dawley, 1916), una cinta que impactó tanto al futuro cineasta que el mismo declaraba, años después:
Vi a Marguerite Clark en ‘Snow White’ cuando era repartidor de periódicos en Kansas City y la película me dejó tal impresión que, seguramente, influyó en mi decisión para usar el cuento de hadas de los Grimm cuando me planteé hacer un largometraje animado.
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Solicitando a su hermano Roy, su socio vitalicio en la empresa, la descabellada cantidad de medio millón de dólares para poder levantar la empresa que supondría el primer largometraje animado de la compañía, Walt Disney puso toda su pasión y tenacidad en que ‘Blancanieves…’ se terminara convirtiendo en la realidad que han disfrutado ya tantas y tantas generaciones de espectadores. Pero el camino no fue sencillo. Para empezar, la inversión de 500.000 dólares terminó transformándose a lo largo de los tres años de producción en un millón y medio, y el proyecto integró un equipo de 600 dibujantes, veinte directores —David Hand fue el supervisor del trabajo de éstos más que un director propiamente dicho—, veintidós animadores y la friolera de dos millones de dibujos de los que sólo 400.000 fueron utilizados en el producto final.
Tanta fue la vehemencia con la que Disney quiso sacar adelante el proyecto que Ken Anderson, uno de los animadores del filme, recordaba así el momento en que el visionario cineasta les reveló su idea:
Una noche de 1934, después de cnear, volvimos al estudio para trabajar, y Walt llamó a cuarenta de nosotros al pequeño estudio de grabación. Nos sentamos todos en sillas plegables, se apagaron las luces, y Walt se pasó las cuatro horas siguientes contándonos la historia de ‘Blancanieves y los siete enanitos’. No sólo contaba la historia, sino que interpretaba a cada uno de los personajes, y cuando llegó al final nos dijo que iba a ser nuestro primer largometraje. Fue un gran impacto para todos nosotros porque sabíamos lo difícil que era hacer un corto de dibujos animados. Iba a hacer algo que ningún otro estudio había intentado jamás, pero la excitación que sentía por el proyecto nos la contagió a todos.
Además, para dotar a ‘Blancanieves…’ de un mayor realismo en comparación con lo que hasta entonces Disney había mostrado en sus cortos, el cineasta encargó el diseño y construcción de la cámara multiplano, un ingenio capaz de filmar cinco grados de profundidad —en contraposición a los dos que tenían sus filmes anteriores—, que sería determinante en el singular aspecto final de una cinta que también supuso radicales innovaciones en el desarrollo del technicolor.

‘Blancanieves y los siete enanitos’, érase una vez

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Con cambios radicales con respecto al relato original que sirven tanto para apuntar a las claras intenciones moralizantes que Disney siempre infundió a sus producciones como para, no cabe duda, prefigurar la tónica que tras ella irían abrazando en mayor o menor medida la totalidad de los filmes de la casa, ‘Blancanieves…’ sigue siendo hoy, con todos los avances que la técnica ha ido introduciendo en el mundo de la animación, un prodigio en muchos sentidos.
Y eso es algo que cualquier que se acerque a ella puede comenzar a observar desde su mágico inicio, con esa cámara acercándose al castillo en el que habita la primera princesa Disney —un plano que, cincuenta y cuatro años más tarde se homenajeará en ‘La bella y la bestia’ (‘Beauty and the Beast’, Gary Trousdale y Kirk Wise, 1991)— y la alucinante introducción de una madrastra para cuyo rostro se tomó como referencia el de Joan Crawford.
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Una vez presentada la villana de la cinta, es cuando conocemos a Blancanieves —para la que se utilizó como modelo y voz a una joven de dieciocho años llamada Adriana Caselotti— que el filme encuentra los momentos más cursis, almibarados y que peor han envejecido de todo su metraje, y tanto la canción ‘I’m wishing’ como la que le sigue, ‘One song’, no hacen sino enfatizar que ese enamoramiento inmediato que el “príncipe azul” siente por la joven ha quedado sumamente desfasado, algo que no se puede decir de la singular perfección técnica que ya aquí se ve en planos como el subjetivo desde el agua del pozo.
Tras la espectacular secuencia de la huida por el bosque, una de las más criticadas a la cinta pero más fascinantes y que mejor hablan de las capacidades de los artistas de Disney para plasmar en dibujos toda la carga psicológica del personaje sin necesidad de recurrir al uso de la palabra, ‘Blancanieves…’ encuentra en su núcleo central el sustrato que le ha permitido pervivir en la memoria de cualquiera que a ella se haya acercado más allá de lo que una cinta al uso podría conseguir. Y ello es debido, cómo no, a la entrada en escena de siete personajillos de lo más entrañables que comportaron no pocas dificultades a los animadores pero cuyo carisma a prueba de bombas demostraba el gran esfuerzo puesto en dotarlos de vida propia.
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Doc, Happy, Sneezy, Sleepy, Bashful, Grumpy y Dopey son, mucho más que la propia protagonista, las auténticas estrellas de ‘Blancanieves y los siete enanitos’, ya sea porque cuando uno piensa en la cinta lo primero que le viene a la cabeza son los simpáticos personajes saliendo de la mina al son del ‘Heigh-Ho’ como por el hecho de que la precisa personalidad con la que se supo dotar a cada uno de ellos supera de largo a la de una princesa algo “plana” que sirve a Disney para impartir una de esas lecciones de “buenas maneras” que tanto gustaba de introducir en sus películas —en este caso algo así como “las cosas ordenadas y limpias están mucho mejor“—.
Superada pues tanto por sus pequeños amigos como por el terrorífico despliegue con el que la cinta arropa a la madrastra —tanto en su versión reina como en la de la deforme bruja— el protagonismo de Blancanieves queda relegado a ser la “dama en apuros” salvada in extremis por un príncipe al que la cinta ni siquiera se molesta en desarrollar, un “error” que el cine Disney enmendará en cierto modo con el Felipe de la magistral ‘La bella durmiente’ (‘Sleeping Beauty’, Clyde Geronimi, 1959) y que pone de relieve el fuerte carácter experimental que en muchos aspectos supone el primer largometraje de los estudios, sirviendo ‘Blancanieves…’ como campo de pruebas de mucho de lo que veremos en filmes posteriores en el terreno argumental, el visual y el sonoro —con un score espléndido compuesto por Frank Churchill, Leigh Hairline y Paul J.Smith que se hace fuerte en el uso del mickey mousing—.
Con todo, creo que hasta cierto punto resulta poco adecuado señalar con el dedo a todo aquello que no ha sabido soportar el paso del tiempo cuando estamos ante un filme que, de forma muy evidente, obliga a dejar de lado consideraciones sobre su edad para convertirse en una pieza inmortal que sigue cautivando a las nuevas generaciones —mi hija de dos años se queda embobada cuando le ponemos las secuencias con los enanitos— y que habla de forma temprana del genio de unos artistas que con esfuerzo, consiguieron una proeza digna de encomio. Puede que ‘Blancanieves y los siete enanitos’ no sea una obra maestra en términos cinematográficos estrictos —aunque muy cerca se queda—, pero está muy claro que todo lo que la rodea ha terminado por provocar que “aquella que lo comenzó todo” trascienda cualquier tipo de calificación para alzarse como un cimiento fundamental en la historia del séptimo arte.

Via:blog de cine

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