“Para cualquier director con un mínimo de lucidez, las obras maestras son películas que te llegan por accidente”
Se nos ha ido uno de los realizadores norteamericanos más respetados, y de mayor reconocimiento dentro y fuera de su país, del último medio siglo, el que durante un tiempo parecía incombustible e inasequible al desaliento, el oriundo de Filadelfia, Pensilvania, Sidney Lumet, pero que llevó sus películas a los festivales de todo el mundo, y que fue, hasta 2005, con su premio honorífico, uno de esos cineastas míticos sin Oscar. Con su muerte, desaparece quizás el máximo representante del cine más contestatario y subversivo que naciera en Estados Unidos a finales de los años cincuenta y, sobre todo, en la década de los sesenta, que tantas cosas cambió en el panorama del cine norteamericano a nivel de industria, a nivel temático y, principalmente, a nivel formal. Lumet ha sido uno de los padres del moderno cine negro y social, pero también más cosas: un magnífico profesional, un director todoterreno, un superviviente, un narrador sobrio y potente.
Entre el casi medio centenar de obras que conforman su trayectoria hay sitio para prácticamente de todo, pero lo que los aficionados y estudiosos al cine más recordarán, como no puede ser de otra manera, es el puñadito de obras magistrales, o muy notables, que parió, en las cuales se refleja toda la violencia, la injusticia endémica, la rabia y la marginalidad de una sociedad que Lumet observó y diseccionó con lucidez de cronista superdotado y con paciencia de entomólogo. Pero cuando las cosas no le fueron demasiado bien, se amoldó a las exigencias del mercado, se plegó a los encargos de estudios y ejecutivos con mucho menos talento que él, y dirigió películas menores pero muy dignas, a las que supo aportar su profesionalidad a prueba de bombas, gracias a un amor por el cine que le ha mantenido, pese a sus lógicos altibajos, entre los directores más interesantes de su país durante muchas décadas. Ahora que ha muerto solo nos queda darles las gracias, como a tantos otros directores, por todo aquello que nos ha legado.
Hijo de un actor judeo-polaco y de una bailarina, nacía Lumet en Filadelfia un 25 de junio de 1924. Primero se labró un nombre como actor teatral, pero pronto pasó a demostrar su talento como director de escena, para pasar a la televisión y dirigir, durante la década de los 50, innumerables capítulos televisivos de varias series. Pero él lo que quería era triunfar en el cine, y no pudo debutar de manera más brillante, en el año 1957, con la muy recordada, y realmente notable, ‘12 hombres sin piedad’ (‘12 Angry Men’), en la cual cristalizaba todo lo aprendido en sus años televisivos (inmediatez, ritmo con los actores, veracidad), con su época teatral, ya que se trata de un relato tan concentrado en el tiempo y en el espacio. Este debut le valió no pocos elogios de la crítica y el público, totalmente merecidos, también su primera nominación al Oscar como director (entre varias nominaciones, de las que no materializó ninguna), y sobre todo el Oso de Oro en el Festival Internacional de cine de Berlín, por lo que estamos hablando de un triunfo en toda regla.
Pero por supuesto, y como es lógico, su carrera posterior no brilló siempre con la misma intensidad, sobre todo si tenemos en cuenta que Lumet conoció la crisis estética de los años sesenta, la nueva y arrolladora ola de directores de los setenta, y el desplome de los viejos estudios en los ochenta. Que a pesar de todo, y sin conocer nunca grandiosos éxitos de taquilla, haya mantenido una carrera fluida, es toda una hazaña. Entre películas alimenticias y poco destacables aún pudo realizar en los sesenta dos películas tan interesantes como ‘El prestamista’ (‘The Pawnbroker’, 1964), con un sensacional Rod Steiger, y la brutal ‘La colina’ (‘The Hill’, 1965), con un repartazo liderado por Sean Connery y que confirmaban a un gran director de actores y a un narrador duro y eficaz, que salía con vida de empresas a menudo bastante peliagudas, como ‘Supergolpe en Manhattan’ (‘The Anderson Tapes’, 1971), de nuevo con Connery, o ‘Perversión en las aulas’ (‘Child’s Play’, 1972).
Pero sin duda los setenta fueron fructíferos para él porque pudo presentar tres películas imperecederas que no sólo no envejecen, sino que hacen palidecer a copias (más o menos confesas) mucho más modernas y mucho más mediocres. Hablo, claro, del díptico con el mejor Al Pacino, formado por ‘Serpico’ (id, 1973) y ‘Tarde de perros’ (‘Dog Day Afternoon’, 1975), y del magistral ‘Network, un mundo implacable’ (‘Network’, 1976). Con ellas llegaba quizá más lejos que nunca en su autopsia de los bajos fondos de su país y de los medios de comunicación (a su modo, unos bajos fondos con traje de chaqueta) que muchas veces se valían de esos bajos fondos para ganar dinero. Todo esto sin olvidar la preciosa ‘Asesinato en el Orient Express’ (‘Murder on the Orient Express’, 1974) o la violentísima, y hoy un tanto olvidada, ‘La ofensa’ (‘The Offence’, 1972).
Durante los ochenta y noventa los buenos títulos, los grandes, escasearon, pero Lumet supo demostrar su oficio y su elegancia en más de una docena de películas, entre las que quizá destacan ‘El príncipe de la ciudad’ (‘Prince of the city’, 1981), ‘Veredicto final’ (‘The Verdict’, 1982), otra gran película judicial, y ‘La noche cae sobre Manhattan’ (‘Night Falls on Manhattan’, 1996). En sus últimos años, volvió a los juicios con la interesante ‘Declaradme culpable’ (‘Find me Guilty’, 2006), en la que destacaba ese buen actor que es Vin Diesel, y al policiaco con la notable ‘Antes que el diablo sepa que has muerto’ (‘Before the Devil Knows You’re Dead’, 2007), que cierra de manera brillante una larga y apasionante filmografía, en la que hasta los títulos pequeños merecen verse porque no solía aburrir ni dejar indiferente.
Hasta la vista, maestro.
Vía | El País
Vía:Blog de cine
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