El primer asesino en serie de la historia moderna desapareció del mapa en 1888... Pero siguió derramando sangre en la pantalla.
Entre el
31 de agosto y el 9 de noviembre de 1888, Londres
tembló de pánico: los asesinatos de cinco prostitutas en Whitechapel,
una de las zonas más pobres de la capital británica, conmocionaron a la
opinión pública debido a su manifiesta brutalidad (incluyendo
mutilaciones de lo más atroz) y a la forma en la que ponían de
manifiesto la degradación de los barrios obreros. El colmo de la
historia colectiva habría de llegar en septiembre, cuando Scotland Yard
recibió una carta, presuntamente obra del criminal, en la que éste se
identificaba mediante el nombre con el que ha pasado a la historia:
“Jack el Destripador”.
En otra macabra misiva, dirigida a un comité ciudadano de vigilancia y
acompañada por un pedazo de riñón (perteneciente, se supone, a la
víctima
Catherine Edowes), Jack tenía la amabilidad de proporcionar su dirección:
“Desde el infierno”.
Tras el asesinato de
Marie Kelly, su última víctima
conocida, Jack el Destripador se desvaneció, y las especulaciones sobre
su identidad todavía siguen siendo pasto de historiadores,
pseudohistoriadores, parapsicólogos y similares: algunos han achacado
sus actividades a una conjura dirigida por miembros de la familia real
británica (con la
reina Victoria a la cabeza)
o
asegurado que el asesino continuó con sus actividades en otros lugares
de Inglaterra, o incluso en Nueva York. Pero nosotros sabemos que,
teorías aparte, el terror de Whitechapel siguió derramando sangre en un
territorio entonces desconocido:
el cine. No por nada los
hermanos Lumiére se
sacaron de la manga su invento en 1892, cuatro años después de que Jack
se pasease por Londres. Así, la fijación del séptimo arte por el primer
asesino en serie de la historia moderna ha sido constante e
ininterrumpida, y nosotros tenemos pruebas de sobra para demostrarlo.
Pero, como diría el susodicho,
“vayamos por partes”…
El enemigo de las rubias (Alfred Hitchcock, 1927)
Estaba claro: el encuentro entre un ‘Hitch’ todavía jovencito y la
leyenda del Destripador era inevitable. Adaptando una obra de teatro que
habría de ser llevada al cine cuatro veces más (la última, en 2009 con
Misterioso inquilino), el futuro director de
Psicosis aprovechó esta película para hacer historia por partida triple. Para empezar, estamos ante el primer trabajo
hitchcockiano adscribible
al género de suspense, con el cineasta demostrando esas dotes suyas
para el morbo a las que tanto partido habría de sacar. Para seguir, el
cantante, compositor y
sex symbol Ivor Novello interpreta aquí a un falso culpable, ese arquetipo tan amado por el autor. Y, para terminar, don Alfred inauguró en
El enemigo de las rubias su
costumbre de chupar cámara a base de poco disimulados cameos. Aunque
sus variaciones sobre los hechos originales son más que considerables, y
aunque el nombre de Jack no figure ni una sola vez en sus intertítulos,
el filme se merece por derecho propio ser el primero de nuestra lista.
La caja de Pandora (G. W. Pabst, 1929)
Dos años después de
El enemigo de las rubias, este clásico
del austrohúngaro Pabst abordó la historia de Jack y sus destripamientos
de una forma totalmente opuesta. Si el filme de Hitchcock apostaba sin
tapujos por la intriga,
La caja de Pandora queda como un dramón social y erótico que registra el ascenso (y la vertiginosa caída) de
Lulú, una joven de vida disipada con los rasgos de
Louise Brooks. La
actriz, una de las más bellas y talentosas de la historia del cine, va
pasando aquí de amante en amante y de libertinaje en libertinaje… Hasta
que, hecha ya un guiñapo y obligada a prostituirse, tiene la mala
fortuna de escoger como su primer cliente a un Destripador con los
expresionistas rasgos de
Gustav Diessl. Y, para colmo, en Nochebuena. Desde luego, no estamos hablando de un
psychothriller, pero sí de un clásico inmarchitable, gracias a su atrevimiento formal y su valor al romper tabúes.
La clase dirigente (Peter Medak, 1972)
¿Verdad que sería una maravilla ver al sanguinario Jack encarnado por
Peter O’Toole? Pues,
efectivamente, esta comedia de humor negrísimo nos proporciona dicho
placer, aunque de una forma ciertamente rocambolesca: cuando comienza la
historia, el protagonista
Jack Arnold Alexander Gurney, conde de Gurney, padece
de delirios esquizofrénicos a consecuencia de los cuales se cree
Jesucristo. Abochornada ante tamaña insensatez, su aristocrática familia
le hace someter a una terapia de electroshock, tras la cual nuestro
héroe asume la personalidad de su tocayo, el Destripador de Whitechapel.
Pese a que su nueva condición le lleva a cometer algún asesinato que
otro, O’Toole aprovecha entonces sus bríos homicidas para iniciar una
triunfal carrera política en la Cámara de los Lores, defendiendo
lindezas como la pena capital y las flagelaciones públicas. ¿Será una
metáfora?
Jack el Destripador (Jess Franco, 1976)
Efectivamente: nuestro añorado
‘tío Jess’ tuvo que
darnos su propia visión sobre los destripamientos de Jack. Y qué visión,
porque para dar vida al asesino el director puso aquí en el rol del
asesino a un
Klaus Kinski dado a desafueros con los que
Werner Herzog jamás
pudo soñar. Prescindiendo de teorías conspirativas y demás zarandajas,
Franco aporta aquí su propia explicación a los crímenes: según él, el
asesino de Whitechapel no fue ni el médico personal de la reina
Victoria, ni un príncipe de sangre real ni un psicópata que pasaba por
allí, sino un brillante cirujano llamado
Dennis Orloff (Kinski) cuyos conocimientos de anatomía sólo se equiparan a su misoginia.
Asesinato por decreto (Bob Clark, 1979)
Los caminos de Sherlock Holmes y Jack el Destripador se han cruzado
más de una vez en el cine. Y esta, la segunda de tales ocasiones tras
Estudio de terror (James Hill, 1965), es
también la más divertida aunque sólo sea por lo delirante: aprovechando
la teoría que implica a la realeza (por quítame allá una hija bastarda
del príncipe
Albert Victor, entonces heredero al trono) y a la masonería en los crímenes de Whitechapel,
Asesinato por decreto implica al detective de Baker Street (aquí, nada menos que
Christopher Plummer) y al siempre sufrido Watson
(James Mason) en
una trama alambicadísima, repleta de símbolos cabalísticos y
mutilaciones rituales. La película se balancea siempre al filo del
absurdo, pero su falta de complejos y un reparto de campanillas
(Donald Sutherland, John Gielgud y
Geneviève Bujold se asoman a sus fotogramas) la convierten en una delicia.
Los pasajeros del tiempo (Nicholas Meyer, 1979)
Puestos a imaginar, supongamos que
H. G. Wells (aquí, un
Malcolm McDowell mucho más adorable que en
La naranja mecánica) no sólo escribió
La máquina del tiempo, sino
que también construyó un aparatejo capaz de desplazarse
cronológicamente. Ahora, ricemos el rizo y asumamos que Jack el
Destripador
(David Warner) emplea dicha máquina para
escapar de la justicia, siendo perseguido hasta nuestros días (bueno,
hasta la década de los 70) por el padre de la ciencia-ficción. ¿Un
disparate? Pues esa, precisamente, es la premisa de esta encantadora
película, cuyo tono desacomplejado satisfará por igual a los amantes de
la fantasía y a los del
thriller. Señalemos, además, que la protagonista femenina es
Mary Steenburgen, haciendo méritos para sus saltos temporales
vintage en
Regreso al futuro III.
Jack el Destripador (serie, 1988)
Permítenos,
cinemaníaco, que abandonemos por un momento la
pantalla grande: ahora nos toca hablar de una miniserie televisiva, muy
bien elaborada, por lo demás y estrenada en el centenario de los
crímenes del Destripador. Si te decimos que dicha serie tiene por
protagonista a
Michael Caine, seguro que entiendes nuestro desvío: el actor inglés, sacándole partido a su registro de tipo duro, encarna aquí al policía
Frederick Abberline, ante
cuyos ojos desfila toda esa confusa serie de indicios que, en la vida
real, impidió que el caso se resolviera. Basculando entre el apego a los
hechos documentados y las teorías conspirativas, con un cierto punto
paranormal como aliño,
Jack el Destripador obtuvo un clamoroso éxito en su momento (deparándole un Globo de Oro a Sir Michael y otro a su compañero de reparto
Armand Assante) y aun hoy queda como una estupenda intriga de época.
Al borde de la locura (G. Kikoïne, 1989)
En 1886, dos años antes de que los crímenes del Destripador conmocionasen al mundo,
Robert Louis Stevenson publicó
El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde, una
de las obras fundacionales del terror moderno. Aprovechando esa
coincidencia, esta película no sólo carga al médico y a su álter ego
asesino con los crímenes de Whitechapel, sino que además les pone el
rostro de un
Anthony Perkins ya muy ancianito y
definitivamente encasillado en los papeles de asesino en serie. Por otra
parte, cabe destacar que aquí el protagonista de
Psicosis no
se desdobla por haber ingerido una misteriosa fórmula, como en el
original, sino que la culpa de sus metamorfosis homicidas la tiene,
directamente, el abuso de cocaína. En fin, los 80 eran así.
Desde el infierno (Hermanos Hughes, 2001)
No es exagerado calificar a
From Hell, el cómic escrito por
Alan Moore (Watchmen, V de Vendetta), como
la mejor obra de cualquier género basada en el caso de Whitechapel:
partiendo de una documentación rigurosísima, el guionista británico y el
dibujante
Eddie Campbell trazaron una radiografía
escalofriante de la sociedad victoriana, así como de las patologías de
los asesinos en serie. Lástima que eso no le bastase a Hollywood:
adaptando el tebeo a la gran pantalla, los hermanos Hughes
(El libro de Eli) convirtieron al maduro y obeso detective protagonista en un
Johnny Depp provisto
de poderes telepáticos y, por añadidura, adicto al opio. El problema de
este filme no es sólo que se pase por el forro tanto los hechos
históricos como el tebeo original sino que, tras hacerlo, no nos entrega
nada que compense dichas infidelidades.
Holmes & Watson: Madrid Days (José Luis Garci, 2012)
El último encuentro (hasta ahora) de nuestro detective victoriano
favorito y Jack el Destripador está lleno de detalles sobrecogedores:
sin ir más lejos, el hecho de que un director
oscarizado como
Garci no sólo se acerque a la leyenda del asesino, sino que además se lo
lleve a Madrid para continuar su carrera criminal puede provocarle un
soponcio a más de uno. Eso, sin hablar de la interpretación de
Gary Piquer (
“¿Qué es España? ¡Es un enigma!”) como un Holmes perdido por Chamberí, de las pesquisas del doctor Watson
(José Luis García Pérez) para
llevarle a su esposa la receta del cocido, o de que, a la postre, el
responsable de los asesinatos no sea un psicópata, sino un consorcio
inmobiliario dedicado a lo que ahora llamaríamos
“gentrificación”. Y, por supuesto, no podemos olvidarnos de ese
Alberto Ruiz Gallardón sentándose al piano para interpretar a su antepasado
Isaac Albéniz. En suma,
Holmes & Watson: Madrid Days queda como un filme capaz de suscitar todo tipo de reacciones, entre las que no se halla (ni por asomo) la indiferencia.
Via:Cinemania